Desde la segunda guerra mundial las principales economías latinoamericanas han vivido hasta la crisis de la deuda, al comienzo de los años 80, un rápido crecimiento económico, que sin embargo no ha permitido en la mayor parte de los casos superar una profunda dualidad social, en la que, junto a sectores dinámicos y de niveles de vida tolerables o altos, se mantenía una extensa realidad socialmente marginal y económicamente estancada.
Este hecho -la incapacidad del crecimiento para poner fin a la dualidad social- fue considerado por gran parte del pensamiento latinoamericano, durante muchos años, como el principal punto débil de un modelo dependiente de capitalismo. La dependencia era el mal originario, la dualidad su consecuencia.
Pero a la hora de la verdad el talón de Aquiles de las economías latinoamericanas ha resultado ser otro: la fundamental orientación del crecimiento hacia el mercado interno, siguiendo la dinámica de la llamada industrialización para la sustitución de importaciones. Esta orientación mercado internista -si se puede usar un término semejante- ha sido la clave de una incapacidad para dar continuidad al crecimiento en el marco de la nueva división internacional del trabajo que trajo consigo la crisis de los años 70, aunque en realidad la crisis sólo supuso el estallido, bajo el impacto de la elevación de los precios del petróleo en 1973, de desequilibrios cuyas raíces venían de la década anterior.
Como es bien sabido, en los años 60 se había hecho patente una notable internacionalización de la economía mundial, puesta de relieve por ejemplo en el creciente estudio (y crítica) de las llamadas empresas multinacionales, pero que implicaba de hecho la creciente imposibilidad de estrategias de crecimiento concebidas para funcionar en economías (nacionales) cerradas.
Ahora bien, la estrategia mercado internista sólo era viable precisamente en economías cerradas, protegidas frente a las importaciones industriales de los países más desarrollados o centrales en el sistema capitalista mundial.
Vayamos por partes. El crecimiento económico latinoamericano se había apoyado hasta la primera guerra mundial en las llamadas exportaciones tradicionales (agropecuarias o extractivas) en las que la región poseía impecables ventajas comparativas desde la más ortodoxa perspectiva ricardiana. Las caídas del comercio internacional que trajeron las dos guerras mundiales y la crisis de los años 30 crearon condiciones favorables a una industrialización destinada al mercado interno, hasta entonces abastecido de bienes manufacturados a través de las importaciones, y que además se expande en este medio siglo a consecuencia del crecimiento numérico de las clases medias que es fruto inevitable del propio desarrollo de la urbanización y de la administración del Estado, y otra de cuyas manifestaciones es la crisis de las democracias oligárquicas.
Se suele atribuir a las oligarquías agroexportadoras una oposición frontal a la industrialización interna. En realidad los procesos son bastante diferentes de país a país. La oligarquía terrateniente mexicana es desmantelada por la revolución, especialmente en el período cardenista, la brasileña encuentra una fórmula para coexistir beneficiosamente con la industrialización (la explícita exclusión de los trabajadores rurales de la legislación social introducida en la industria), y la argentina se mantiene decididamente opuesta a una industrialización que, junto con una importante redistribución de ingresos a favor de los trabajadores y clases medias urbanas, se financia fundamentalmente a partir de aranceles sobre las exportaciones (es decir, a expensas de las rentas de la propia oligarquía agropecuaria).
Lo que sí parece indiscutible es que las viejas clases propietarias no demostraron el deseable espíritu empresarial, sino que se limitaron a una lógica económica feudal (como la analizara en su momento W. Kula), por lo que la industrialización latinoamericana no pudo partir de inversiones de capital endógeno suficientes para desarrollar desde el primer momento estrategias de competición en el mercado mundial. La industria nació en América Latina para cubrir limitados mercados locales, contando con una protección de facto ante la competencia internacional, a consecuencia de la guerra o de otros factores coyunturales.
El problema es que esa industria mercado internista creó a su vez sus propios intereses sociales e impuso a medio plazo su propia dinámica económica. A la altura de la segunda guerra mundial, cuando el modelo político de los principales países de América Latina se hallaba en un momento de definición (como lo estaba en Europa, aunque aquí el juego entre democracia, fascismo y comunismo se estuviera decidiendo por la fuerza), los actores sociales en auge eran los procedentes de la industrialización para la sustitución de importaciones. No es extraño que los gobernantes, en un momento de equilibrio inestable, trataran de apoyarse en una alianza con estos actores.
El resultado fue una fórmula vaga y sin embargo descriptivamente eficaz: el populismo. Un gobierno que se apoya en los sectores de empresarios y trabajadores vinculados a la industrialización y en las clases medias que se benefician de ella, especialmente los funcionarios y profesionales que dependen del Estado. Quedan fuera los grandes propietarios de la tierra, el campesinado que depende de ellos, y profesionales liberales que no dependen (o creen que no dependen) de ese proceso de modernización.
Así como la existencia y definición del populismo son temas muy polémicos, el análisis de las fuerzas políticas que lo apoyaron o se opusieron a él, y de sus bases sociales, son cuestiones ya ampliamente discutidas y sobre las que merece la pena volver, pero aquí sólo se pretende esquematizar un resultado político y social. Un Estado que dependía en su apoyo social de la continuidad del crecimiento mercado internista, o que debía optar por enfrentarse a la mayor parte de las clases urbanas (las más activas políticamente) y apoyarse en la oligarquía y en sus clientelas.
Ahora bien, parece necesario admitir que ese dilema no es solamente característico de los regímenes que formalmente podemos llamar populistas, como Argentina, México o el Brasil anterior a 1964. En realidad es propio de lo que se puede denominar una matriz de centralidad estatal (Cavarozzi, 1991) que articula las relaciones económicas, sociales y políticas. Esta matriz implica una dependencia de los actores sociales emergentes (clase trabajadora industrial, burocracia estatal, clases medias urbanas ligadas a la industrialización) respecto a la actuación del Estado, a la vez que éste depende de dichos actores para el mantenimiento de sus políticas, pues de ellos recibe su legitimidad.
Cavarozzi subraya que la legitimidad del Estado en estas sociedades depende de un mito fundacional o de su capacidad para ofrecer resultados (redistribuir ingresos), o de una combinación de ambas posibilidades. El caso mexicano puede mostrar que la legitimidad fundacional se erosiona rápidamente cuando no va acompañada por resultados materiales: las elecciones de 1988 se pueden entender como un intento del frente cardenista para arrebatar la legitimidad fundacional al PRI, apoyándose en el descontento social provocado por la política de ajuste llevada a cabo durante el período de De la Madrid1. En general se puede pensar que toda legitimidad se erosiona rápidamente en períodos de ineficacia estatal.
Pero lo que pretende subrayar Cavarozzi, a mi juicio correctamente, es la ausencia en estos países de una tradición o una cultura política de legitimidad del Estado por las reglas de procedimiento que se siguen en la selección de gobernantes y en la toma de decisiones; esto es, la ausencia de una tradición de legitimidad legal-racional del Estado democrático. A lo que eso nos conduce es a un doble vínculo de dependencia: el Estado depende en su legitimidad de su capacidad para ofrecer mejoras económicas a un conjunto de actores sociales que, a su vez, dependen del Estado sustancialmente para mantener su posición económica y social
Esta matriz de articulación política y social centrada en el Estado puede verse sin embargo como consecuencia de un régimen social de acumulación (Nun, 1987) que se asienta a partir de la dinámica de la industrialización para la sustitución de importaciones, en la medida en que esta dinámica crea actores con preferencias y estrategias que favorecen aquella matriz.
No pretendo sostener que la economía explique siempre la política, pero parece que en este caso, dadas las condiciones de partida, era muy poco probable que los actores sociales y políticos pudieran actuar de forma radicalmente distinta a aquella en que de hecho lo hicieron. El punto clave es, a mi juicio, la apuesta por una industria protegida frente a la competencia exterior. No es difícil comprender que, partiendo de situaciones de baja capitalización, la apuesta contraria (por una industria competitiva) implicaba inicialmente moderación salarial, lo que no sólo habría contado inicialmente con la oposición de los trabajadores, sino también de los propios industriales, a los que se exigiría hacer crecer las inversiones más rápidamente que la rentabilidad, ya que sin crecimientos salariales significativos el mercado interno sólo registraría una lenta expansión. Es más, cuando el modelo contó con la posibilidad de inversiones extranjeras éstas diseñaron sus estrategias sobre situaciones casi de monopolio en el mercado interno, y sólo secundariamente para la exportación. Una vez puesta en marcha esta dinámica, era muy difícil que cualquier actor, social o político, pudiera corregirla.
En este sentido, el populismo es sólo una de las configuraciones políticas que podían cristalizar en un régimen social de acumulación mercado internista. Si cabe dar alguna definición de populismo, ésta debe incluir un doble vínculo por el cual el Estado favorece la inclusión y movilización de los sectores populares a la vez que crea mecanismos caudillistas y autoritarios para el control de esos mismos sectores. Se puede decir que en este punto se parecen el peronismo, el Brasil anterior a 1964 y el régimen mexicano posterior a Cárdenas.
Pero estos rasgos no se dan en Chile ni en Uruguay, y sin embargo en estos países el régimen social de acumulación se mantiene dentro de la misma dinámica.
Resulta interesante señalar algunos equívocos frecuentes que surgen en el análisis de este problema. El primero y más frecuente es culpar al dirigismo estatal de los males del modelo.
Esta crítica se ha planteado sobre todo desde los años 70, en un momento en que la administración y las empresas públicas ya no eran financiables, y al mismo tiempo la capacidad del Estado para cambiar la dinámica del modelo era mínima por la relación misma de los gobiernos con los actores sociales.
Ahora bien, este mismo hecho lo que revela es que el Estado no era demasiado fuerte, sino que había llegado a ser demasiado grande (para sus posibilidades financieras reales) precisamente porque era demasiado débil, es decir, porque carecía de la autonomía precisa, respecto a los actores sociales, para corregir el régimen social de acumulación. El Estado no era dirigista, sino seguidista: arrastrado por la dinámica de la sustitución de importaciones, era cautivo de los actores sociales surgidos de ésta, y crecía para satisfacer sus demandas, no según un proyecto autónomo de sociedad o de crecimiento económico.
A su vez, esto se hace patente en los intentos de las dictaduras militares de los años 70 de conseguir autonomía estatal para cambiar el régimen social de acumulación2: reprimiendo a los actores sociales y suprimiendo a los actores políticos, los gobiernos militares pretenden salir del círculo vicioso en que ha desembocado el crecimiento mercado internista. Pero aquí de nuevo surge un equívoco: el de que la salida vendrá dada por la simple retirada del Estado de la economía y la consiguiente ampliación del papel del mercado como regulador social.
Parece evidente, a partir del ejemplo de la política económica argentina con Martínez de Hoz, que el abandono del proteccionismo y el ultraliberalismo no bastan para llegar a un nuevo régimen social de acumulación. En Chile, en cambio, la apuesta (desde el Estado) por un modelo no sólo abierto, sino competitivo hacia el exterior, sí parece haber cristalizado.
No cabe analizar aquí el precio social que impusieron las dictaduras, en términos de represión y de dualización social; por otra parte son cuestiones sobradamente conocidas. El punto es que en Argentina esos costes sociales se pagaron por nada, pero en Chile condujeron a un nuevo régimen social de acumulación, que al menos de momento parece más viable que el anterior, y que en principio debería poder corregirse en un sentido más redistributivo sin poner en peligro la viabilidad del crecimiento económico. Y lo que interesa subrayar es que el cambio de modelo exigió autonomía del Estado y apuesta por una integración competitiva en el mercado internacional, con políticas dirigidas específicamente a este fin.
Dicho de otra forma: en los años 80 se cierra en América Latina un ciclo determinado por la lógica del crecimiento mercado internista, que llega a hacerse inviable, como régimen social de acumulación, por la caída de los precios y cuotas de mercado de las exportaciones tradicionales y la falta de competitividad internacional de una industria dirigida exclusivamente al mercado interno. El régimen social de acumulación entra en quiebra al no poder financiar la redistribución interna que era la clave del crecimiento: la consecuencia es un déficit creciente y estructural de la balanza de pagos. Este déficit se enmascara durante la década de los 70 gracias al crédito fácil que genera la inyección de petrodólares en los mercados financieros, pero a comienzos de los 80 la política de altos tipos de interés que trae la presidencia de Reagan en Estados Unidos hace estallar la crisis de la deuda y revela dramáticamente que América Latina ha vivido casi una década por encima de sus posibilidades.
El problema se ha agravado por el recurso a la inflación como mecanismo redistributivo a corto plazo para satisfacer las contrapuestas demandas de los actores sociales en una situación que objetivamente constituye un juego de suma nula. La deuda y la inflación sumadas crean las condiciones macroeconómicas de inestabilidad en las que la región debe afrontar el calvario de los años 80.
Pero, volviendo al razonamiento anterior, la salida a la crisis exigía una reconversión del régimen social de acumulación que sólo podían poner en marcha Estados fuertes y con un proyecto claro de reinserción competitiva en el mercado internacional. Y lo que revela el fracaso de la mayor parte de América Latina en afrontar esa reconversión es la debilidad objetiva del Estado: un Estado hipertrofiado respecto a la sociedad civil, pero que es cautivo de las demandas de los actores para mantener su legitimidad, en ausencia de una tradición de legitimidad democrática legal-racional, procedimental. Un Estado grande pero débil en cuanto carente de autonomía, dependiente de unos actores sociales con fuerte capacidad de veto pero dependientes a su vez para sobrevivir del mantenimiento de ciertas políticas estatales. Parafraseando a Gramsci, tenemos una extensa sociedad civil gelatinosa frente a un Estado que enmascara su debilidad en la hipertrofia.
Para escapar del círculo vicioso, como se señalaba antes, el Estado debe lograr una esfera de autonomía. La dictadura puede ser una fuente de autonomía, pero Chile es el único caso en que el régimen militar (en una segunda fase, desde 1984) aprovecha su oportunidad. En los demás casos el enorme coste social de la dictadura no sirve para salir de la espiral. En México, el pacto corporativo (personalizado en la sobrevivencia de Fidel Velázquez) permite un ajuste económico para la reconversión, aunque el régimen ve desafiada su legitimidad desde 1988. Pero el pacto corporativo no es una forma moderna de concertación, sino un residuo tradicional de la capacidad del régimen para controlar a los actores sociales cooptando a sus cúpulas dirigentes en el aparato del poder. No sería imitable ni aunque se creyera que es un modelo a imitar. Existe un tercer ejemplo de Estado que alcanza autonomía para salir del círculo infernal: Bolivia.
Lo que singulariza el caso boliviano son dos rasgos peculiares. El primero es que el Estado se libera de su dependencia respecto a los actores sociales gracias a un gobierno de amplio consenso. La legitimidad de la democracia representativa es esgrimida frente a la capacidad de veto de los actores sociales (y en especial la COB), y logra imponerse a ella (Palermo, 1990). El segundo es que el resultado económico es un simple equilibrio a la baja: un marco de estabilidad sin una perspectiva inmediata de redistribución.
El caso boliviano abre varios interrogantes. El primero es si la eficacia en la resolución de problemas (en hallar una salida a la crisis económica, en este caso), no podrá ser sustituida como fuente de legitimidad por la simple efectividad, por la simple capacidad de aplicar un programa y fijar reglas de juego estables para los actores sociales y económicos (Linz, 1987). El segundo es saber si el ejemplo boliviano podría apuntar hacia una matriz de articulación de sociedad y Estado en la que el sistema de partidos se institucionalizara como mediador de intereses, rompiendo la dualidad entre la representación corporativa ante el Estado (propia del populismo) y la representación democrática.
La crisis de unos actores
Ambas interrogantes remiten en apariencia a problemas distintos (las expectativas sociales respecto al gobierno y la capacidad de intermediación de los actores sociales y políticos). Puede pensarse sin embargo que estos dos problemas responden a una misma variable: la crisis de los propios actores sociales. Para adelantar mis conclusiones, se diría que el repetido fracaso de los actores sociales en cumplir su papel tradicional de mediación de intereses concede a corto plazo autonomía al sistema de partidos y al Estado. Al sistema político, en suma. Pero no es nada evidente que esto baste para crear una nueva legitimidad democrática, basada en las reglas de procedimiento, si el sistema político no es capaz de garantizar su efectividad y si a medio plazo no logra eficacia en la resolución de los problemas estructurales.
El punto de partida es lo que se apuntaba como segunda hipótesis de este trabajo: con el final del ciclo de crecimiento hacia adentro, mercado internista, los actores sociales que le impulsaron y que recibían su fuerza de él están condenados a desaparecer o a modificar sustancialmente sus estrategias. Tras haber demostrado en repetidas ocasiones su capacidad de veto ante alternativas concertadas de transformación del régimen social de acumulación (como las de Siles Zuazo en Bolivia o de Alfonsín en Argentina4), mientras la situación económica y social se deterioraba imparablemente, los actores se ven impotentes frente a una coalición parlamentaria (Bolivia), o frente a una mayoría elegida con un discurso populista y que pone en juego una implacable política de desmantelamiento del régimen social de acumulación en crisis (Argentina, Perú o Brasil).
Una posible excepción a esta regla podría darse en Chile, donde la prioridad de consolidar la democracia favorecería estrategias posibilistas de los actores sociales. No es fácil decir, sin embargo, cuánto puede durar el período de gracia: la experiencia española es equívoca al respecto, ya que la incertidumbre creada por el intento de golpe del 23 de febrero de 1981 prolongó la moderación negociadora de los agentes sociales. Pero la huelga general del 14 de diciembre de 1988 mostró que (tras tres años de recuperación económica) los actores sociales pueden sentir una preferencia por la liquidez incompatible con criterios de prioridad para la creación de empleo o la creación de condiciones de crecimiento sostenido (Paramio, 1990). Pero lo más importante es advertir que el porvenir inmediato parece traer una profunda crisis de los actores sociales. Pedir a éstos que modifiquen sus estrategias es pedirles que impongan a sus bases prioridades globales a costa de restricciones individuales. Podrían contar para hacerlo con el repetido fracaso de las estrategias tradicionales para ofrecer resultados positivos a lo largo de los 80, pero ello exigiría una profunda renovación de su discurso, y probablemente también de su liderazgo. Cabe temer que ésos sean procesos demasiado largos para los rápidos movimientos que impone la profundidad actual de la crisis. Y en todo caso hay que contar con que los actores sociales se ven perjudicados por un profundo desencantamiento de sus bases, que les resta fuerza para imponer giros drásticos en sus estrategias. Es probable así que las direcciones opten por una lealtad sin salida, los grupos más lúcidos por una voz que será poco escuchada, y amplios sectores por la salida (Hirschman, 1977).
Todo apunta, por consiguiente, a un proceso de desarticulación de la acción colectiva popular. Se podría pensar entonces en un paso a primer plano del sistema político democrático como mecanismo de representación de intereses. La crisis de los actores populistas abriría así el paso a la política de ciudadanos, a actores sociales modernos, que a la vez podrían articularse en grupos de interés desligados ya del doble vínculo con el Estado propio de la matriz de centralidad estatal. Ese podría ser el final feliz de la historia, aunque a un alto precio, como el desmantelamiento del Estado en nombre del neoliberalismo podría ser el precio para la futura constitución de Estados pequeños pero fuertes en un escenario económico distinto. No cabe descartar tal posibilidad, pero se puede decir que hoy por hoy las tendencias a corto plazo no van en esa dirección.
En efecto, la posibilidad de un Estado democrático depende de la credibilidad de los actores políticos (el sistema de partidos) y del Estado (de su efectividad y su eficacia). Dadas las circunstancias actuales, cabe temer que en general esta credibilidad sea crecientemente erosionada por la ausencia de expectativas de salida de la crisis económica. El mismo problema que afecta a los actores sociales (incapacidad para obtener resultados) afecta también a los políticos: una década de ajustes caóticos sin perspectivas de salir del túnel, y a menudo con alternancia de las principales opciones políticas en el gobierno, ha disminuido seriamente la credibilidad de los partidos tradicionales como mecanismos de selección de liderazgo y como canales de representación de los intereses populares.
No es extraño que, en este contexto, los únicos actores políticos que vean aumentar su credibilidad sean opciones nuevas que parecen capaces de cambiar el sistema tradicional de partidos: la Alianza Democrática M-19 en Colombia sería un ejemplo. Pero la rápida erosión del PRD cardenista en México parece mostrar pautas de lo que se podría llamar consumo político vertiginoso (Cavarozzi, 1991): las nuevas opciones pierden rápidamente credibilidad si no obtienen resultados, con mayor rapidez aún que las tradicionales, y una vez ensayadas éstas (por ejemplo, en Argentina, tras el balance negativo de la gestión económica de Alfonsín y los sucesivos escándalos del gobierno de Menem), cabe pensar en candidaturas personalizadas, definidas ante todo por su rechazo de la política tradicional (candidatos que se definen por no ser políticos), y probablemente de duración efímera. Mal material, en todo caso, para consolidar un mapa estable y eficaz de mediaciones partidarias.
Si este problema parece difícil de superar a corto plazo, para la credibilidad del Estado en cuanto tal las expectativas no son mucho más halagüeñas. En primer lugar, las Constituciones presidencialistas que son la norma en América Latina hacen que casi inevitablemente la pérdida de credibilidad de un gobierno afecte a la propia jefatura del Estado: no existe ese delicado pero útil fusible que en los regímenes parlamentarios o semipresidencialistas representa el primer ministro o presidente del gobierno. Por tanto el fracaso de un gobierno aparece a los ojos de la sociedad como el fracaso del Estado: éste no es un proceso que se pueda repetir demasiado sin poner en peligro la propia legitimidad democrática, más aún si aceptamos que en la tradición política latinoamericana esta legitimidad proviene más de los resultados materiales que de los procedimientos para la toma de decisiones y selección de gobernantes.
Pero es que, además, lo que puede ser la principal fuerza de la legitimidad democrática ante una situación de fracaso de los actores sociales es, precisamente, la caída de las expectativas sobre los resultados exigibles a un gobierno. Como veíamos en el caso boliviano, la afirmación de la mayoría parlamentaria ante las reivindicaciones de los agentes se traduce en la creación de un marco de certidumbres para la acción social y económica, un equilibrio de mínimos. Esta puede ser una situación de credibilidad del Estado (que demuestra efectividad), pero no es una situación que favorezca la participación y el apoyo al régimen democrático.
De hecho, fomenta precisamente lo contrario: la resignación y la apatía ante la democracia entendida como mal menor. Se acepta la democracia ante la ausencia de caudillos que ofrezcan soluciones milagrosas, o ante el descrédito de toda una sucesión de soluciones milagrosas: pero no existe una adhesión activa a los valores democráticos.
En teoría se puede racionalizar el diagnóstico anterior pensando que unos electores cada vez más racionales castigan a los partidos por su ineficacia o muestran poco apoyo a regímenes democráticos minados por la corrupción. Pero ésta es una falsa salida: el problema es tratar de imaginar qué opciones políticas podrían mostrar mayor eficacia en un sistema político de tan alta volatilidad del voto. En efecto, un programa capaz de dar salida a la situación terminal del régimen social de acumulación heredado exigiría un alto consenso social (incluyendo la mayoría parlamentaria) mantenido durante el tiempo suficiente para fijar certidumbres mínimas, impulsar una recuperación de la confianza y, al mismo tiempo, modificar sustancialmente las reglas de juego en la sociedad y en la economía. No parece nada fácil que puedan conseguir un apoyo de este tipo formaciones políticas nuevas o aquellas que, por ser tradicionales, están obligadas si quieren ser realistas a modificar su proyecto anterior y tratar de modificar las expectativas de sus seguidores.
A esto se une el problema de la reforma del Estado. Es bastante obvio que la prolongada decadencia del modelo mercado internista ha creado pautas de rapiña en las burguesías locales y en buena parte del personal político y la administración pública. No es útil, en una situación de permanente incertidumbre económica, lamentarse de que la burguesía evada capitales o se dedique a la especulación financiera o simplemente monetaria en busca de ganancias. Pero de la misma forma, no parece fácil convencer a un número significativo de funcionarios de que, en ausencia de posibilidades reales de solucionar la crisis o gestionar eficazmente, no conviertan su paso por el poder en un apresurado pillaje que consolide su situación económica personal.
Cuando, como sucede en bastantes países, la corrupción pública es casi una tradición, sólo cabe esperar que la tendencia se acelere en momentos de descomposición. Y, sin embargo, con un sistema de partidos inestable, y quizá premodernos, una alta volatilidad del voto, y una administración pública minada por la corrupción, la tarea prioritaria en la búsqueda de salidas para América Latina parece pasar por la reforma del Estado. Si aceptamos que uno de los rasgos fatales de la matriz de centralidad estatal era la existencia de un Estado hipertrofiado, débil por su carencia de autonomía frente a los actores sociales, pero demasiado grande para sus posibilidades reales de actuación eficaz, parece obvio que en la búsqueda de un nuevo régimen social de acumulación es preciso avanzar en la construcción de un Estado pequeño y fuerte, capaz de influir realmente en la orientación de la inversión y en la fijación de certidumbres económicas, y a la vez capaz de impulsar políticas de redistribución y expandir el mercado interno por un mecanismo distinto del reparto de rentas estatales.
Referencias
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