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Filosofía de la filosofía

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Por: Christopher Domínguez Michael


En la memoria de la cultura mexicana José Gaos (Gijón, España, 1900 – ciudad de México, 1969) ocupa un lugar una y otra vez señalado por sus alumnos y no pocos observadores distantes, como excepcional. Todos los encomios señalan, con justicia, al discípulo de José Ortega y Gasset llegando exiliado a México en 1939 e inventando la palabra transterrado y su concepto, que definen, para empezar, más que una situación, el proyecto vital e intelectual del filósofo.

Aunque a algunos exiliados la palabra les pareció cursi o gravada por un exceso de celo para con los anfitriones, es inquietante comprobar que no está todavía en el Diccionario de la Real Academia Española: bien podría estarlo pues, al menos en esta orilla del Atlántico, transterrado expresa un momento histórico y una disposición intelectual como acaso ninguna otra. Su exactitud, al menos en lo que a Gaos compete, la comprobará quien recorra el tomo octavo de sus Obras completas (UNAM, 1996) y vaya leyendo las ponencias, las reseñas y los ensayos dedicados a la filosofía mexicana y escritos al filo del medio siglo, que asombran por la constancia, el fervor y la gratitud militante con la que el maestro acometió su “empatriación” mexicana. Está, como proemio, la devoción de Gaos por Reyes, cuya amistad prefirió a la de Ortega (nexo ya dañado por la aquiescencia de éste con la victoria franquista) cuando el autor de España invertebrada se expreso despectivamente de don Alfonso.

Eso fue en 1947. Pero ya antes Gaos le había dado a Samuel Ramos, a Antonio Caso y a José Vasconcelos un tratamiento como filósofos que ningún mexicano había tenido el cariño, la certidumbre o la osadía de darles. A Ramos que poco después quedaría en la ingrata posición de ser citado invariablemente como ancestro de un libro mayor, El laberinto de la soledad, donde se le da su lugar para rebasarlo, Gaos lo retrató como una especie de orteguiano intuitivo y concurrente. De Antonio Caso, de quien mi generación, al menos, ya no sabe absolutamente nada, dice Gaos que una obra suya como La existencia como desinterés, como economía y como caridad (1919) es digna contemporánea de los postulados de Boutroux y Bergson. En la amalgama entre cristianismo y liberalismo que fabricó Caso, sirviéndose muy bien del artículo periodístico como martillo filosófico, Gaos encuentra a un leal pensador antitotalitario, que no abundaban, y a un ejemplo de lo que entonces, en la postguerra, se publicitaba como novator existencialismo cristiano. Finalmente, en relación a Vasconcelos, Gaos expresó de manera muy elegante la repugnancia política y moral que podía llegar a causarle, citando aquellas páginas que a tantos de sus lectores nos han divertido y escandalizado de la Todología. Vasconcelos, quien había sido el primero en denigrarse a sí mismo como filósofo, debió quedar silenciosamente agradecido ante la convicción metódica con la que Gaos lo reconocía como autor de un sistema filosófico.

Ese reconocimiento a la filosofía mexicana y a su legitimidad precede y justifica “El pensamiento hispanoamericano”, una de las piezas escogidas por Alejandro Rossi, al preparar Filosofía de la filosofía, la antología de Gaos cuya edición mexicana (FCE, 2008) comento.

Fue Emilio Uranga, uno de sus alumnos y miembro del grupo Hiperión, quien dijo que “Gaos fue un español sin español”. Quien se haya arrojado sin precauciones a las Obras completas de Gaos, como yo lo hice alguna vez, podría compartir esa condena. Pero quien quiera evitar esa travesía y llegar sin fatigas a Gaos, deberá disfrutar de Filosofía de la filosofía, una antología perfecta para quienes desconocíamos al Gaos más literario, al buen escritor que descansa de la filología filosófica en la que fue maestro, de las traducciones esenciales (Husserl, Heidegger) y de esa “hora académica” que según recuerda Rossi era su cotidiana obra de arte.

De Filosofía de la filosofía destacan también el par de fragmentos tomados de Confesiones profesionales (1958), que cuentan el origen y el encausamiento de la vocación filosófica de Gaos, cuando Xavier Zubiri, Manuel García Morente y Ortega, sus maestros, le permitieron ver, en tres fases, el “pensar del pensador”. Las Confesiones profesionales se encuentra entre los buenos libros de memorias publicados en México, junto a Vida en claro (1944), de José Moreno Villa o Itinerario (1993), de Octavio Paz, libros breves y sintéticos que parecen ser equipaje ligero, escritos a la manera de lo que Gaos mismo dice de su decisión al llegar a México: pensar en que lo provisional siempre es definitivo.

Sorprendente, por inesperada, me resultó la lectura de “La caricia”, “un ejemplo muy fino de fenomenología existencial”, según Rossi, ensayo que parte de las caricias de Príamo en las rodillas de Aquiles cuando le pide el cadáver de Héctor y logra cambiar la manera en que se percibe y se efectua un acto. Acariciar, el menos animal de los gestos humanos, concluye Gaos.

Como prólogo, junto con la precisa nota editorial que el antólogo antepuso a la edición española de 1989 de Filosofía de la filosofía, debería leerse “Imagen de José Gaos”, uno de los ensayos capitales de Manual del distraído (1978), el clásico contemporáneo de Rossi que ha cumplido ya treinta años de haberse publicado. En aquellas páginas se hacía un análisis “severo e irreverente” de lo que estaba muerto y de lo que estaba vivo en el legado de José Gaos, dibujado por Rossi como un protagonista, en general, del filosofar como “la disciplina frustrada por excelencia”, y en particular, de “una aventura errada”, la metafísica, un descarriado cuya vida quedó consagrada a la contemplación de las ruinas de Occidente a través de su principal motivo, la decadencia de la filosofía. Dijo Victoria Camps que Alejandro Rossi ha sido uno de los discípulos más queridos de José Gaos y la Filosofía de la filosofía, libro a su manera iniciático, lo corrobora.

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