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Constantinos Cavafis, o el último de Bizancio
Por: Juan José Lanz
Se cumple este año el septuagésimo quinto aniversario de la
muerte de C. P. Cavafis, el poeta de Alejandría, que falleció en
la ciudad en que nació el mismo día que cumplía setenta años, el 29
de abril de 1933. Es indudable que Cavafis es una de las figuras señeras
de la poesía moderna, y uno de los poetas que más ampliamente
han influido en las generaciones posteriores, por lo que no
resultará vano evocar su obra y su figura en un modesto homenaje
en el aniversario de su desaparición.
El 28 de abril de 1907, en el medio del camino de su vida literaria,
un día antes de cumplir sus cuarenta y cuatro años, Constantinos
Petros Fotiadis Cavafis, nacido en Alejandría en 1863, en
el seno de una familia de comerciantes algodoneros griegos, escribía
en sus notas personales: Me he acostumbrado ya a Alejandría y lo más probable es que, aunquefuera rico, me quedaría aquí. Pero todo esto, cómo me deprime.
Qué dificultad, qué carga es una pequeña ciudad –qué falta de libertad.
Me quedaría aquí (no estoy, por otra parte, completamente seguro
de si me quedaría) porque es como una patria, porque está relacionado
con los recuerdos de mi vida.
Las palabras de Cavafis revelan su decisión de aceptar Alejandría
como su ciudad, como «la ciudad» que le acompañará toda su
vida, y de la que no podrá salir; pero también la decisión de ser el
poeta de Alejandría, como lo evocarán años más tarde E. M. Forster
o Lawrence Durrell. Tras sus años de vida en Inglaterra, donde
había pasado parte de su infancia (1872-1878); tras su estancia
en Constantinopla (1882-1885), donde descubrió y comenzó a asumir
su homosexualidad; tras sus breves viajes por Francia e Inglaterra
(1897), y sus visitas a Grecia en 1901, 1903 y 1905, donde
confirmó su identidad cultural y poética; tras la muerte de su madre
en 1899, Alejandría, la ciudad, aparecía como el destino indefectible
que se asume con determinación. Ahí está, sin duda, el origen
de uno de los poemas más representativos de Cavafis, cuya
versión definitiva suele fecharse en 1910, aunque se publica un año
antes: «La ciudad». El poeta ha estado retocando el poema durante
años, para llegar a esa conclusión que asume la fatalidad de su
destino:
La ciudad te seguirá. [...]
Como arruinaste aquí tu vida,
en este pequeño rincón, así
en toda la tierra la echaste a perder.
El pesimismo, la fatalidad que circunscribe el texto, que subyace
al verso horaciano que le sirve de base («caelum non animum mutant
qui trans mare currunt», Epístolas, I, 11, 27), la idea de que quien
arruina su vida en un lugar intentará inútilmente rehacerla de unmodo más ético en cualquier sitio, todo ello se ve amortiguado, según
percibía el propio Cavafis, al ceñirse a una circunstancia particular.
Pero si la ciudad es una ciudad fantástica, tras ella se vislumbra
una Alejandría simbólica y compleja, la que el poeta construye
a través de sus textos; y si la poesía no se enfrenta a generalidades,
sino a una particularidad, como apunta el alejandrino que
evoca la Poética de Aristóteles, esa circunstancialidad adquiere una
dimensión significativa y global.
Estos datos resultan fundamentales para entender, tal como señaló
Yorgos Seferis, el cambio que en torno a 1910 se produce en
la obra del poeta, que se transforma a partir de entonces en una
verdadera work in progress, con un desarrollo unitario. Lo cierto es
que, a partir de esa fecha, Cavafis tiene un nuevo comienzo literario,
que se va a manifestar en un modo diferente de dar a conocer
sus poemas entre sus amigos y lectores, y que revela una nueva
conciencia de su obra. Ahora van a empezar a darse a conocer algunos
de sus textos más representativos, como «Idus de marzo»,
«El dios abandona a Antonio», «Ítaca», «Reyes alejandrinos», etc.
Pero también es cierto que en el período que discurre entre 1896 y
1904 habían aparecido poemas importantes, como «Esperando a
los bárbaros», cuya primera redacción data de diciembre de 1898,
como «Velas», «Murallas», «Voces» o «Deseos», que expresan la
superación del simbolismo en que había bebido Cavafis en su formación.
No, no puede hablarse del alejandrino como de un poeta
exclusivamente de madurez, porque también en esos poemas de juventud
hallamos logros indudables, que actualizan la herencia de
Verlaine, de Baudelaire o de Tennyson que pudiera haber en sus
versos, y que adelantan un cierto sentimiento elegíaco y la aceptación
de la fatalidad que se percibirá en sus poemas posteriores. «Y
ahora estoy aquí sin esperanza», escribe en «Murallas», y parece
hacerse eco de esa frustración que manifiestan los protagonistas de
«Esperando a los bárbaros» («¿Y qué va a ser de nosotros ahorasin bárbaros? / Esta gente, al fin y al cabo, era una solución»), de
la asunción de la fatalidad que expresa el protagonista de «La ciudad
», o de la mirada desengañada con que contemplan los ciudadanos
las ceremonias de sus reyes en «Reyes alejandrinos» («Bien
sabían los ciuadanos / que esto eran palabras y teatro»).
Lo cierto es que en 1911 su poesía, que ha de entenderse dentro
de la atmósfera de la poesía europea contemporánea, parece
despegar del simbolismo precedente, y lo hace en dos poemas que
revelan ya su voz más personal: «El dios abandona a Antonio» e
«Ítaca». Más allá de la fusión de epicureísmo y estoicismo, desde
una visión irónica y una mirada cínica y desengañada ante las debilidades
humanas, más allá del desengaño que cuestiona toda
utopía en una celebración del tránsito de la vida y la experiencia
que gana quien persigue una meta aunque no la alcance, los poemas
muestran, como señaló C. M. Bowra, que Cavafis ha comenzado
a vislumbrar que los temas del pasado tienen un sentido profundo
para el presente y que nos lo revelan de modo diferente.
Así, podrá ver en la figura de Antonio tras la derrota de Accio, recreada
a través de Plutarco y de Shakespeare, el modelo de la premonición
de la ruina inminente, asumida con dignidad y serenidad,
y el desengaño ante la futilidad de la vanidad humana («Sobre
todo, no te engañes, no digas que fue / un sueño, que tu oído
te engañó»); o podrá evocar, a través de la recreación de un pasaje
apócrifo de Petronio, un canto a la experiencia y sabidurías que
nos otorga el viaje de la vida («Así, sabio como te has vuelto, con
tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Ítacas»). La
historia, la cultura, se han convertido en el cañamazo sobre el que
Cavafis va a tejer el texto de sus más memorables poemas. A través
de ellos veremos desfilar a Juliano el Apóstata, a Nerón, a
Herodes Ático, a Manuel y Ana Comneno, a Apolonio de Tiana,
a Ana Dalasena, etc.; personajes, históricos unos e inventados
otros sobre referentes históricos otros, que reconstruyen la historia de Bizancio, pero también el mundo personal de Cavafis. Es
paradójicamente a través de la historia como el poeta encuentra
su expresión más personal, y es en ella donde encuentra la forma
de modelar mejor su mundo, de particularizar experiencias generales,
de objetivar sus propias vivencias en un modo no tanto narrativo,
sino dramático, en tanto en cuanto que lo que le interesa
no es tanto los hechos en sí mismos sino sus causas y consecuencias;
no tanto la secuencia de los acontecimientos, sino la enseñanza
moral que pueda derivarse de ellos («Doy mayor valor –escribirá
en 1891, en un artículo sobre Shakespeare– a las observaciones
de los grandes hombres que a sus conclusiones. Las mentes
geniales observan con exactitud y certeza; y cuando nos muestran
los pros y contras de una cuestión podemos nosotros sacar
las conclusiones»). El mundo bizantino, el mundo helenístico, le
ofrecen así una estructura cultural estable, un modo de conformar
la realidad; paradójicamente, el poeta griego moderno que se ha
transformado en paradigma cultural del helenismo contemporáneo
surge y se forma en los márgenes del mundo que conforma:
«El helenismo de Egipto es hoy una parte significativa de nuestra
raza, en la que naturalmente los de Grecia están interesados», escribirá
en 1929. Ese mismo mundo bizantino (Alejandría y Constantinopla,
más que Atenas, son, no lo olvidemos, los núcleos de
referencia cultural de Cavafis) le ofrece una serie de personajes y
una conformación de la realidad acorde con la misma ambigüedad
de contrastes y la conciencia decadente que define su propio presente,
en una Alejandría cosmopolita, donde conviven griegos,
egipcios y británicos; donde un equilibrio inestable preside un
mundo a punto de sucumbir. Todo ello contemplado, no se olvide,
con la pátina y la mirada distante de una sensibilidad educada,
culta y refinada que, con referentes culturales franceses e ingleses,
contempla ese mundo también a través de las páginas históricas
de Edward Gibbon (cuya lectura condicionará la escritura de«Esperando a los bárbaros») o de las recreaciones decadentistas
finiseculares.
De este modo, ese compromiso con el pasado, que caracteriza
buena parte de la poesía cavafiana, no supone una deserción del
presente, sino una forma más aguda de conformarlo y comprenderlo,
de analizarlo y asumirlo. La historia y la cultura le otorgan
ejemplos concretos, actitudes particulares, que adquieren sentido
universal y categoría simbólica, arquetípica, y de ese modo, a través
de esa estructura secundaria, el mundo circundante adquiere
sentido, es comprendido. Es ahí donde radica la dimensión, que el
propio Cavafis se atribuía a sí mismo, de historiador: «yo soy un
poeta histórico [...]. Siento en mí ciento veinticinco voces que me
dicen que podría escribir historia. Mas ahora ya es tarde», confiesa
en 1929. En efecto, la historia, la cultura, le ofrecen un repertorio
de máscaras útiles que conforman su gesto, un repertorio de correlatos
que le permiten objetivar sus sentimientos, y torgan a sus
poemas una dimensión más realista,en cuanto sus referentes son
personajes históricos concretos situados en una circunstancia decisiva
para su existencia, que adquieren a los ojos del poeta una dimensión
simbólica. La historia, en cuyo discurso se funden el relato
ficticio y lo real acontecido, le presta una escenografía concreta,
que le permite, con una economía de medios absoluta y un lenguaje
rayano en la sequedad y el coloquialismo, expresar las complejidades
psicológicas de los personajes que habitan sus poemas, en su
ambigüedad contradictoria, en su enfrentamiento con las circunstancias,
a veces desde la mirada distante de un narrador que vierte
su ironía y su escepticismo sobre los hechos que relata («Anna
Comnena», «Viendo Juliano la indiferencia», «Juan Cantacuzeno
prevalece», etc.).
Pero la historia y la cultura bizantinas no son sólo un mero correlato
objetivo en la poesía de Cavafis, sino el modo de actualizar
el helenismo desde una perspectiva nueva, que establece su eje, noen Atenas, sino principalmente en Constantinopla. En Cavafis no
hay la ausencia de una tradición, de una cultura, no hay pérdida de
raíces, sino la conciencia de que éstas se encuentran en el espacio
que habita, en un estrato más profundo, en el que la cultura helénica
se manifiesta en su verdadera extensión mediterránea y oriental.
La base de su helenismo no es tanto la Grecia clásica, sino la
Grecia helenística y el Imperio de Oriente que ubica su capital en
Bizancio; su referente cultural no es tanto el mundo homérico, sino
sobre todo el de los ptolomeos y seléucidas, el de los Comnenos,
el de Juliano, el de Darío, etc. Su helenismo no busca su raíz en la
esencialidad de la Grecia clásica, sino en una cultura mixta, donde
conviven las creencias («Hijo de hebreos, 50 d. C.»), donde se encuentran
Oriente y Occidente, donde el mundo griego se funde
con la sensibilidad oriental. «Mi pensamiento sueña con los grandes
valores de nuestra raza, / con nuestro glorioso Bizancio», concluye
«En la iglesia». La cultura bizantina, de la que Cavafis se
siente heredero, muestra la continuidad entre el mundo de la Grecia
clásica y el mundo helénico contemporáneo; la tradición poética
y cultural bizantina demuestra, como declarará el poeta en 1892,
que «la lira griega no sólo no se quebró, sino que nunca cesó de
emitir dulces ecos». Esa misma conciencia de continuidad, esa conciencia,
como dirá Seferis, de «hombre solitario de una última época
del Helenismo», condicionará la elección de su lengua poética,
que ni asume la lengua demótica característica del habla popular, ni
la katharevusa o lengua depurada artificial de la expresión culta; para
él, no hay distingos entre una y otra, porque ambas son una y la
misma lengua. La lengua griega se convierte así en patria común
para el helenismo, tal como evoca en «En el 200 a. C.»:
Nosotros: alejandrinos, antioquenos,
seléucidas y los otros
griegos incontables de Egipto y Siria,y los de Media y Persia, y tantos otros.
Con estados enormes,
con la rica influencia de nuestra hábil adaptación.
Y nuestra Común Lengua Griega,
hasta el corazón de Bactriana la llevamos, hasta la India.
Su helenismo es la lengua griega, la cultura, la historia, donde
funda no una realidad ajena a la que él vive, sino un mundo dentro
del mundo.
Esa misma fusión puede hallarse en el homoerotismo que caracteriza
una parte considerable de sus poemas; homoerotismo que
no tiene nada que ver con el mundo de los efebos de la Grecia clásica,
sino que se identifica con el de la diáspora helenística. Siguiendo
cronológicamente la escritura de estos poemas, de temática
marcadamente homoerótica a partir de 1911, podremos descubrir,
como señaló Robert Liddell, «la historia de la gradual revelación
de su modo de ser». Y es que si «Los peligros», de 1911, expone
de modo sincero su decisión erótica y ética («Entregaré mi
cuerpo a los placeres, / a los goces soñados, / a los más osados eróticos
deseos, / a los impulsos lascivos de mi sangre»), en «Me fui»,
de 1913, hay una clara declaración de principios:
Nadie me ató. Me liberé de todo y me fui.
A placeres que, medio reales,
medio soñados, rondaban en mi alma,
me fui en la noche iluminada.
Y de los más fuertes vinos bebí, como
del que beben los héroes del placer.
Es justamente ese «heroísmo del placer» el que va a marcar el
proceso de liberación de los prejuicios sociales («Pues la sociedad,
que era / muy puritana, / sacaba estúpidas conclusiones», escribirá
en «Días de 1896»), de los «amores rutinarios» («Con placer»),pero también la liberación estética, en una expresión más directa y
desnuda, que ya apunta en una nota personal en noviembre de
1902, y que ha de vincularse a un poema muy anterior, como «Murallas
», fechado en 1896. Por otro lado, es significativo constatar el
progresivo tono elegíaco que va tiñendo buena parte de estos poemas
de temática erótica a medida que transcurren los años, y que
viene a señalar, más allá de todo lirismo romántico, del que Cavafis
huye, una de las líneas más características de su poesía, donde
el recuerdo se funde con el deseo para revivir el placer pasado iluminándolo.
Al mismo tiempo, conforma un personaje poético que
asume la confesión personal de una manera distanciada, mediante
la formulación de un monólogo dramático. Es lo que encontramos
en poemas como «En la mesa de al lado», «Días de 1903» y sobre
todo en «Recuerda, cuerpo» («Ahora que todo se halla en el pasado,
/ parece casi que a los deseos / aquellos te hubieras entregado
»). Ese sentimiento se va acrecentando, sin duda, en poemas
posteriores como «El sol de la tarde», «Perdurar», «Su origen», «A
bordo», «En la desesperación», «Antes que el tiempo los cambiara
», «Vino a leer», etc. hasta sus últimos poemas («A los veinticinco
años de su existencia», «En el pueblo deprimente», «Días de
1896», «Dos jóvenes de veintitrés y veinticuatro años», «Días de
1901», etc.).
Pero en el erotismo cavafiano, y en su mezcla de epicureísmo y
ascetismo («hallaré de nuevo en los críticos instantes / mi espíritu
ascético de antaño», escribe en «Los peligros»), hay una dimensión
epistemológica relevante: la reivindicación de un modo de conocimiento
corporal, sensorial, sensitivo, en el que la sensación y el placer,
evocados a través del tiempo, otorgan un aprendizaje que se
comprende intelectual y estéticamente en el poema. Es el «cuerpo»
el que recuerda («Recuerda, cuerpo»); son «los labios y la piel [los
que] recuerdan» en «Vuelve». La memoria corporal, la memoria
sensitiva (y ahí estamos en uno de los pilares de la poesía moderna), es la que atrae al poema la evocación del pasado y lo dota de
sentido, lo comprende; sensibilidad e inteligencia se funden así en
el texto poético, son su origen, y el poema acontece como un proceso
de «Comprensión»:
Pero no veía entonces el sentido.
En medio de mi vida disoluta de juventud
iban formándose las tramas de mi poesía,
se iba dibujando el contenido de mi arte.
Son esas evocaciones sensitivas, esas imágenes amorosas, recordadas
a través del tiempo, «las visiones de tus amoríos» («Cuando
despierten»), las que se comprenden en el proceso de escritura
del poema; son «deseos y sensaciones / [lo que] entregué a mi arte
/ –rostros o trazos / apenas entrevistos» («Entregué a mi arte»). Es
lo que repiten poemas como «Grises», como «Artífice de cráteras»,
entre otros; es lo que, con maestría absoluta, plasmará uno de los
poemas cavafianos más memorables: «Su origen».
El ansia de su ilícito placer
se ha saciado. Del colchón se han levantado
y aprisa se visten sin hablar.
Por separado salen, a escondidas, de la casa
y por la calle van inquietos, parece
como si sospecharan que algo en ellos les traiciona
por la clase de lecho en que hace poco cayeron.
Cómo se ha enriquecido, en cambio, la vida del poeta.
Mañana, pasado o años más tarde se escribirán
los versos vigorosos que aquí tuvieron su origen.
La experiencia placentera; su evocación a través del tiempo por
la memoria sensorial («Guárdalos, tú, memoria, como eran», escribe
en «Grises»; «Te imploré, memoria», leemos en «Artífice de cráteras
»); la comprensión de su sentido profundo en su realizaciónestética en el poema: ésos son, sin duda, los tres estratos en la composición
de estos poemas. Para ello, no sólo hace falta, como señalaron
Seferis y Bowra, el desarrollo de una «sensibilidad unificada
», como la que T. S. Eliot apuntó en los poetas metafísicos ingleses
y que vinculaba estéticamente a éstos con los simbolistas franceses,
en la que las experiencias son percibidas simultáneamente
como sensibles e intelectuales, en la que no existe diferencia entre
la experiencia de vida y la experiencia intelectual, porque los pensamientos
son percibidos como experiencias que transforman la
sensibilidad («con la intensidad del pensamiento [...] / creamos un
placer que parece casi real», escribirá en «Media hora»); no sólo
hace falta un tipo de sensibilidad así, sino también una aguda percepción
del tiempo como unidad, que permite evocar las experiencias
sensibles a través de la memoria y dotarlas de un preciso contorno
intelectual por el que éstas se tornan significativas, simbólicas.
«Yo soy poeta de vejez –declarará Cavafis en 1929–. Los acontecimientos
vivos no me inspiran inmediatamente. Es preciso primero
que pase el tiempo. Después los evoco y me inspiro». Es necesario,
por lo tanto, que la sensación percibida, la impresión, se altere
a través del tiempo, envejezca, para que así se produzca esa
aprehensión sensual del pensamiento, para que esa sensación vivida
adquiera el contorno intelectual que, a través de la creación estética,
lo dote de sentido. El tiempo se convierte, así, en un elemento
central en la construcción poética, que revela de este modo
una profunda dimensión elegíaca.
Esa dimensión elegíaca que adquieren estos poemas, ese modo
de conocimiento sensorial que reivindican, revierte la poesía cavafiana
a la raíz del bizantinismo en que se inscribe. En ella, el conocimiento
acontece como una intelección sensible, en que se funden
el racionalismo del modelo clásico con la sensualidad y el misticismo
materialista oriental. Por otro lado, en la poesía del alejandrino,
la dimensión elegíaca, el paso del tiempo, no es percibida en absoluto como pérdida, sino como ganancia, puesto que el helenismo
en el que se inscribe Cavafis es aquel que, como escribe en «Demetrio
Soter (162-150 a. C.)», «incluso en su fracaso, / muestra al
mundo su propia bravura indomable». El tiempo no deshace la experiencia,
sino que la dota de sentido; de igual modo, la supuesta
derrota de Bizancio era su manera de permanecer en la historia y
de influir a través de las épocas. La lección que la cultura bizantina
le aportaba a su experiencia personal era evidente: la aparente
derrota se transforma en victoria gracias a la permanencia de su recuerdo
en el tiempo; el tiempo, la memoria, transforma las pérdidas
en ganancias, el olvido en permanencia. Sus poemas, así, celebran
la vida desde la nostalgia; cantan la juventud desde la vejez;
construyen toda una moral del placer, un sentimiento ético extraído
de la entrega.
Enfermo de cáncer de laringe desde junio de 1932, Cavafis, el
poeta de Alejandría que había enriquecido la tradición bizantina
con su obra, fallecía la madrugada del mismo día en que cumplía
setenta años, el 29 de abril de 1933. Quienes lo acompañaron en
sus últimos meses de vida recuerdan cómo lloró al poner sus objetos
personales para ir al hospital donde sabía que la muerte le esperaba,
en una maleta que había comprado treinta años atrás para
irse a El Cairo en busca de placer. «Como dispuesto desde hace
tiempo, como un valiente», había escrito más de veinte años atrás
en «El dios abandona a Antonio».
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