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Politeísmo y globalización
por Paolo Scarpi
Revista de Occidente nº 331, Diciembre 2008
La «aldea global» prefigurada por Marshall McLuhan en los años sesenta como consecuencia de la aceleración impuesta por los media a la comunicación parece haberse convertido ya en realidad en los inicios del tercer milenio. Pero, en cualquier caso, la globalización, que se sirve de los instrumentos del comunicar, se basa en el predominio de lo económico y está sostenida por las multinacionales, encarnación de los nuevos poderes. Estados y naciones, identidad étnica, pero también producto autóctono suponen para aquéllas, interesadas en una liberalización de los mercados cada vez mayor y más descontrolada, cualquiera que sea la naturaleza del o de los productos comercializados, un obstáculo (evidentemente para la obtención de un beneficio) y no fronteras que delimitan las diversas soberanías y libertades. Y si el beneficio se mide exclusivamente según baremos cuantitativos, esto significa que la globalización implica también, junto a la desaparición de las barreras geográficas, la reducción al mínimo, cuando no la eliminación pura y simple, de toda posible diferencia en la producción, a fin de evitar aumentos de costes que reduzcan, precisamente, los beneficios: es mucho más ventajoso producir, por ejemplo, una única variedad, de sabor neutro, de queso o de lechuga, que se pueda consumir en todo el mundo, que producir una miríada de tipos diferentes, para satisfacer los muy diversos gustos y las muy diversas tradiciones o costumbres locales que existen. Las multinacionales, cada vez más agresivas, habiéndose endosado el uniforme de abanderadas del progreso, van imponiendo, sin escrúpulos, estilos y modelos que, día a día, hacen que el mundo moderno sea menos capaz de oponerse, también en el plano cultural, a esta nueva forma de colonialismo, a la homogeneización de sus consumos, condicionada por el chantaje de los modelos mediáticos y por el artificio de la presencia-ausencia de los mismos productos en la cadena de la grande y mediana distribución. Frente a la globalización de los mercados los productos autóctonos no tienen muchas alternativas. O dejarse asimilar y transformarse hasta adoptar formas, sabores, olores, colores, aspectos... universalmente aceptables y ser por tanto consumidos en masa bajo cualquier cielo y en cualquier latitud, o desaparecer poco a poco, relegados a nichos cada vez más restringidos, tal vez con un target altísimo, hasta el punto de convertirse en un privilegio de clase, con casi un máximo de exclusividad mantenido con vida hasta que la upper class deje de interesarse por ellos.
Puede tener interés reconocer en esta evolución reciente el rostro económico de un fenómeno antiguo, ocurrido ya en los terrenos de lo político y lo religioso y al que ha aplicado la etiqueta de universalismo e imperialismo. Pero si en el pasado la dimensión económica se unía a la política y religiosa, por no decir que quedaba oculta tras ellas, hoy únicamente responde a sí misma. Cuando, en el pasado, el Occidente cristiano cruzó el Océano, dando inicio a la ocupación de los nuevos territorios que le había abierto la empresa colombina, se proclamó difusora del mensaje evangélico y de la civilización. Pero «el otro» que ya habitaba en esos territorios debía pagar con la renuncia a los propios bienes naturales y económicos los beneficios de aquel abrazo con Occidente del que saldría domesticado y por consiguiente civilizado: esclavo, pero civilizado. Y hoy, como ha advertido incluso George Soros, que tras haber sido representante máximo del capitalismo a escala planetaria se ha convertido a posiciones diferentes a las del fundamentalismo de los mercados , la globalización no significa automáticamente iguales ventajas para todos, ya que no se encuentra asociada a una redistribución de los beneficios. Del mismo modo, sigue observando Soros, la progresiva privatización del espacio público, iniciada en todos los países occidentales, representa una amenaza para la diversidad cultural, y hasta para la misma cultura. A la globalización tampoco se le puede conceder como coartada una perspectiva antirracista, puesto que los prejuicios antirracistas, como ha insistido recientemente Claude Lévi-Strauss recordando un trabajo suyo todavía actual, Raza e historia , corren a su vez el riesgo de crear una uniformidad que anule cualquier diferencia, sobre todo cultural.
Tal vez hoy nos quede todavía alguna alternativa, tal vez aún podamos rebelarnos contra la uniformidad y la homogenización impuestas por la globalización, protestar y manifestarnos: tal vez podamos avanzar hacia formas de bricolage cultural y dar vida a híbridos psicológico-religiosos, difícilmente clasificables o etiquetables, como la galaxia New Age. Incluso es posible asistir, dentro de la aldea global, a procesos de interacción entre diversas expresiones religiosas, por más que compitan entre sí en el mercado religioso; es posible advertir fracturas culturales que replantean las fronteras entre tradiciones, pero también contradicciones entre el empuje de la globalización y la nostálgica búsqueda de protección en un ethos tradicional.
Antiguamente, en cambio, no existía ninguna alternativa: el «otro», pero también simplemente cualquiera que no se hubiese dejado asimilar, habría sido aniquilado sin miramientos. Hacia estas formas de universalismo político-religioso encaminadas a la asimilación del «distinto a uno mismo» parece orientada toda la historia de Occidente al menos desde el siglo IV a.C., esto es a partir de la empresa de Alejandro Magno, en una especie de irrefrenable pulsión fágica, incluso antropofágica, que aspiraba a anular las diferencias para reproducir constantemente la autoimagen progresivamente elaborada por Occidente, legitimada siempre por y en lo religioso, ya hablemos del emperador del Sacro Imperio Romano, que debía su consagración al papa de Roma, o de la soberanía del rey de Francia, absoluta al estar sancionada por Dios.
Los últimos años del siglo IV a.C. representan un giro decisivo en la historia de Occidente, ya que a partir de aquel momento las formas culturales y religiosas de las poblaciones del Mediterráneo son reinsertadas dentro de los cánones generales de un modelo difuso. El hecho de que Pausanias, en el siglo II d.C., describiese todavía prácticas culturales y tradiciones religiosas griegas -pienso sobre todo en los cultos arcádicos a los que dedica la totalidad del libro VIII de la Periegesis - que se habían mantenido aparentemente inmunes al proceso de homogenización iniciado por Alejandro y continuado por sus sucesores, no significa que no estuviera en marcha aquel proceso: proceso que tendría su primera manifestación oficial en los edictos de 380 d.C., de fide catholica ( katholikós , precisamente, es decir universal), que proclamaba al cristianismo religión del Estado, y 392 d.C., con el que el príncipe de Roma -que lo era por voluntad divina, como un par de siglos antes había afirmado Tertuliano ( Apología del cristianismo , 33-35, 1)- abordaba la supresión de todos los cultos paganos. Ésta fue otra de las aplicaciones políticas de la reflexión teológica.
Las palabras de Democaro, sobrino de Demóstenes, transmitidas por Ateneo de Náucratis (VI 62, 253c) bastantes siglos más tarde, entre finales del siglo II y comienzos del III d.C., denuncian la grave crisis ideológico-religiosa que Atenas vivió justo al inicio del siglo III a.C.: «Cuando Demetrio Poliercetes regresó de Léucade y de Corcira a Atenas, los atenienses no sólo le dieron la bienvenida con incienso, coronas de flores y libaciones de vino, sino también con coros y procesiones. Los mimos itifálicos salieron a su encuentro cantando y bailando [...] y sus cánticos lo proclamaban el único dios verdadero, puesto que los demás dioses dormían, o estaban ausentes, o no existían». Esta crisis religiosa se carga de significado cuando la relacionamos con la política adoptada no mucho antes por Alejandro respecto a las poblaciones no griegas por él conquistadas, frente a las cuales se presentaba como continuador y legítimo sucesor de sus anteriores soberanos. Así, en Persia asumió las costumbres locales, mostró su devoción a las divinidades persas, otorgó a la monarquía un carácter divino y ordenó que a la figura del rey le fueran tributados honores divinos. En 324 a.C. proclamó su propia divinidad y decretó que se le rindiese el mismo culto debido a los dioses (la autenticidad del edicto es sin embargo dudosa). Poco antes de la campaña persa, cuando estuvo en Egipto, donde fundó Alejandría, llamada a convertirse en una de las capitales culturales del mundo helenístico, Alejandro fue nombrado hijo de Amón (Zeus Amón en la interpretatio graeca ), el dios desconocido de la teología tebana. Ésta habría sido el primer anticipo del culto al rey y de la monarquía universal.
El nuevo universo que configura la empresa de Alejandro parece pues muy alejado del mundo griego de las democracias y de las ciudades, que los dioses habitaban en calidad de conciudadanos. El anacronismo de aquel mundo se expresa en la primera mitad del siglo I d.C. a través de la crítica -por supuesto interesada- planteada al politeísmo por Filón de Alejandría, hebreo helenizado que adoptó el término polytheia con un sentido clasificatorio y por oposición a la unicidad del dios de Israel, cuya superioridad deseaba afirmar apologéticamente: por tanto asignaba a la polytheia no sólo el significado de «multiplicidad de dioses», sino también posiblemente el que hoy se atribuye a «politeísmo». En cualquier caso para Filón el politeísmo no era sino una proyección a lo divino de las formas políticas de tipo democrático, «la peor entre las peores formas de constitución posibles» ( De opificio mundi , 171). En un mundo gobernado ya por los señores de Roma, las palabras de Filón, más que impropias, en un momento en que parecían querer encontrar algún tipo de arreglo de las tensiones entre el Imperio y los hebreos -se cree que en el 37/38 d.C. Filón habría acudido a Roma con la misión de defender ante Calígula la causa de la comunidad hebraica de Alejandría-, subrayaban el anacronismo del politeísmo proyectándolo contra el fondo de las democracias griegas, entonces ya desaparecidas, frente a un mundo gobernado por un solo y único señor. Y no por casualidad poco después de Filón, otro hebreo, fariseo por añadidura y condicionado ideológicamente por el irenismo propio de los fariseos, Flavio Josefo, elaboró el concepto de «teocracia» ( Contra Arpión , II, 165), «volviendo a poner en Dios el poder y la fuerza», quizás para reforzar a los emperadores de Roma, que en aquel momento eran los Flavios, en opinión de los hebreos seguramente en sintonía con su concepción del Imperio.
En aquella época la jerarquía social había sido ya reorganizada bajo la forma de dependencia respecto a un poder único que reúne lo visible y lo invisible en la figura del emperador; aumenta la distancia entre hombres y mundo divino, abriéndose camino la representación de un mundo que se mostraba como resultado de la voluntad, por decirlo así, de una inteligencia suprema capaz de garantizar por sí sola su coherencia y de otorgarle un sentido. Pero si éste es el punto de llegada del proceso seguido por Alejandro, el joven rey macedonio había unido a su vez las dos principales formas de realeza que hasta entonces habían dominado en la región mediterránea, la egipcia y la persa.
El soberano de Egipto era divino porque era -para nosotros encarnaba a - Horus, hijo de Osiris, señor del Más Allá con el que se identificaba -aunque tal vez también podríamos decir «con el que confluía»- el faraón al final de su parábola terrena. Único mediador entre el mundo divino y el humano, garantizaba la existencia de aquél y éste se le sometía por completo debido precisamente a su condición de dios-rey. Por su parte el reino de Persia, seguramente con los sasánidas, a partir del siglo III d. C., se renovó bajo el signo de una «restauración» del dualismo zoroastriano. Pero antes, entre los siglos VI y IV a. C., los aqueménidas, que por entonces reinaban en Persia, habían remodelado su probable zoroastrismo, juntamente con el prestigio y el carisma de que en el antiguo Irán debió de gozar el soberano sostenido por Khvarenah (benéfica divinidad allí del «esplendor» y de la «gloria»), según las grandes tradiciones político-religiosas del Próximo Oriente con las que su reino entró en contacto en el curso de su expansión. La concepción persa de la realeza, fuertemente influida por la cultura babilónica, que se deja notar en todas las manifestaciones culturales, de las artes a la escritura, de la religión a la política y a las ciencias, y sobre todo en las doctrinas matemáticas y astronómicas, se traduce en la idea de un rey elegido por la divinidad y destinado a guiar a todos los pueblos de la tierra. Elegido por la divinidad como su esposo era el rey de la época sumeria, considerado precisamente esposo de la diosa Inanna, y sucesivamente convertido en «rey de las cuatro partes del mundo» y «rey del universo», a partir al menos de Sargón y de Akkad. Los soberanos asirios habrían heredado de los reyes acadios esta obsesión de «ensanchar los confines de los países» junto con el ambicioso título de «rey del universo». En este horizonte cultural el origen del hombre no puede entenderse sino en términos de dependencia respecto del poder detentado por los dioses y ejercido en su nombre en la tierra por el rey-esposo de una diosa. En efecto, según lo que narra la mitología sumeria, el hombre fue creado para liberar a los dioses de la fatiga del trabajo y posteriormente el Enûma eli , poema babilónico de la creación, asignó al dios Marduk la tarea de «idear» al hombre, creado sin embargo por el dios Enki para el «servicio» de los dioses. Cuando más tarde, siempre de acuerdo con la narración mítica, tras una primera fase de obediencia, los hombres, que habían aumentado en número, se rebelaron negándose a fatigarse por los dioses, éstos reprimieron la revuelta, tres veces repetida, con epidemias, sequías y carestías, forzando así al género humano a la obediencia. Al producirse la cuarta revuelta, En-lil, el dios del cielo meteórico, decidió exterminar a los hombres con el diluvio, y lo habría conseguido si En-ki no hubiera intervenido para salvar al menos a uno de ellos junto con su familia. Más que una prefiguración del «pecado original» bíblico y de su castigo, el desenlace de esta «huelga» primigenia, tal como la tradición mítica ha transmitido el relato, deja entrever eficazmente la ineluctabilidad del principio del sometimiento humano frente al poder real representado por la corte divina dominada por En-lil, a su vez forma y fundamento de la realeza humana.
Es una imagen de esta naturaleza la que en Oriente obsesionaba a la Grecia del siglo V a.C., un Oriente que se hacía coincidir con los confines de la tierra (Tucídides, I, 69, 5) de la que el bárbaro había partido para agredir la tierra griega; un bárbaro que equivalía al reino de Persia y que contemporáneamente evocaba el peligro más temido, el de la tiranía. No había libertad entre los bárbaros, donde sólo uno mandaba mientras los demás eran esclavos (así en Eurípides, Elena , 276), ni había otra cosa que esclavos bajo el dominio del tirano, siempre dispuesto a probar la sangre de sus mismos parientes y a ensuciarse con todo tipo de violencias contra los propios conciudadanos con tal de empuñar en solitario el bastón de mando. Pero si los griegos no le reconocían al bárbaro dignidad humana, el tirano estaba asimismo destinado a recorrer el camino hacia la bestialidad y a perder su identidad de hombre para transformarse en una fiera sanguinaria (Platón, La república , 565d-566ª). Faltos de audacia, según el autor del tratado hipocrático Los aires, las aguas y los lugares los pueblos asiáticos era poco belicosos por razones ambientales y climáticas, pero también porque «allí donde los hombres son regidos según formas de gobierno monárquicas y no son autónomos ni dueños de sí mismos, sino que están gobernados de manera despótica, se desentienden de los ejercicios que preparan para la guerra».
El poder del rey, frente al cual los hombres eran sólo súbditos y esclavos, en cuanto aquél era mediador ante el mundo de lo divino e incluso un dios en sí mismo, como ocurría en Egipto, creaba una vía que legitimaba la intervención de la divinidad en la historia y al mismo tiempo sustraía esta última a la acción humana. Era una vía que los griegos habían intentado con todo cuidado cerrar, relegando la acción divina al tiempo del mito, en cuyo transcurso, por etapas sucesivas, se había formado y modelado el mundo que tenía a los dioses como sus formas perfectas, sus fiadores, aunque éstos sólo interviniesen en aquél a consecuencia de alguna transgresión humana. Si en el mito el jabalí calidonio mata a animales y hombres e impide cultivar la tierra porque Oineo, al ofrecer las primicias a todos los dioses, se había olvidado de Artemisa (Apolodoro, I, 8, 2, [66]); en la historia los habitantes de Figalia sufren una terrible carestía porque, como luego advertiría el oráculo délfico, habían dejado de tributar los debidos honores a la diosa Deméter (Pausanias, VIII, 42, 6): y cualquier acción, incluso el ordinario cultivo de los campos, exigía que los dioses fuesen preventivamente «aplacados» según lo establecido en los códigos rituales ( hilas-kesthai , es decir, «aplacar», Hesíodo, Los trabajos y los días , v. 338; Jenofonte, El económico , V, 20). Olvidar a los dioses, incumplir las obligaciones consuetudinarias, no responder por tanto a la gramática de los ritos o equivocar su sintaxis, abriría un paso a través del cual el tiempo de los dioses, de los orígenes en el que aquéllos actuaban, se habría deslizado en el presente habitado por los hombres, reintroduciendo el caos precósmico. La inmovilidad de los dioses, la fijeza de sus cuerpos atrapados en el mármol de las estatuas, es la garantía del orden cósmico, que debe ser renovado periódicamente en el tiempo y el espacio del culto. Desde esta perspectiva, Hesíodo prohibía el paso de los ríos a quien no se hubiese purificado las manos con agua, so pena de despertar la ira de los dioses (Los trabajos y los días , vv. 737-41). Entrar en un río sin haberse sometido a una purificación previa acarreaba una contaminación, que habría resquebrajado el equilibrio cósmico en el que se inscribe la corriente de agua, y en esta misma perspectiva habría que situar la prohibición de orinar en las fuentes, ya que cualquier contaminación habría desencadenado las fuerzas que habitan la fuente (Hesíodo, Los trabajos y los días , v. 736ª), que son las fuerzas del tiempo de los orígenes.
No hay que excluir que el esquema politeísta, aunque el modelo griego sea excelente para definir y describir cualquier otro politeísmo, y con ello la noción de divinidad, derivó en Grecia de una idea de trascendencia respecto y en oposición a la realidad humana por parte de los seres sobrehumanos, elaborada en la región mesopotámica entre el cuarto y el tercer milenios a.C. Pero a pesar de las analogías y probables ascendencias -la más evidente es la emasculación de Anu por obra de Kumarbi en la mitología hitita, comparada en múltiples ocasiones con la que Urano sufrió a manos de Cronos-, no existe ninguna tradición mítica griega que afirme la condición de súbdito del hombre respecto a los dioses o sus mediadores. El mundo griego ni siquiera conoce una antropogonía y aun cuando algunas tradiciones locales la mencionan (por ejemplo Pausanias, X, 4, 4) no está orientada al servicio de los dioses, sino que todo lo más aparece contrapuesta a aquéllos (Apolodoro, I, 7, 1 [45]). Los hombres «son», sencillamente. Hombres y dioses han conocido el soplo de una madre común, cantaba Píndaro ( Nemea , VI, 1-2), pero luego se separaron para siempre en la época del sacrificio primordial dispuesto por Prometeo (Hesíodo, Teogonía , vv 535-58), gracias al cual se definieron los respectivos regímenes alimenticios: para los dioses, inmortales y liberados de la vejez, el humo de las ofrendas sacrificiales; para los hombres, destinados a la muerte, la carne, perecedera. Y ese mismo Prometeo que obró la separación entre hombres y dioses, artesano que, según una variante tardía, había modelado a aquéllos con arcilla, (Apolodoro, I, 7, 1 [45]; Pausanias, X, 4, 4), es también quien proporciona a la humanidad los instrumentos con que rescatarse de la bestialidad y convertirse en artífices del propio destino (Hesíodo, Teogonía , vv. 565-67; Esquilo, Prometeo encadenado , vv. 109-11, 447-71).
La mayoría de los griegos de época clásica tal vez no se habrían reconocido en la aséptica y «laica» descripción del universo divino proporcionada por Aristóteles ( Política , I, 1252b, 24-28): «En cuanto a los dioses, si todos los hombres afirman que están sometidos a dioses reyes, la razón es que también ellos, ahora o en el pasado, han sido gobernados por reyes, y como se representan a los dioses a su imagen y semejanza, les atribuyen una vida similar a la suya». Podríamos reconocer aquí a Jenófanes de Colofón, autor de una feroz crítica del politeísmo griego (21 A 30-41; B 11-6, 23-6, 32, Diels-Kranz); un griego en cambio podría compartir la afirmación de Herodoto (II, 52, 1-3; 53-2) según la cual en el origen los dioses no tenían nombre. Fueron los teólogos, es decir los poetas, Homero y Hesíodo -los únicos con méritos para hablar de los dioses-, quienes les dieron nombres y definieron sus funciones, prerrogativas y apariencia.
En este universo, donde la acción humana y la divina se encontraban rigurosamente separadas y no entraban en contacto sino en el espacio «otro» y en el tiempo suspendido del ritual, la realeza no desciende del cielo, como ocurrió en la Mesopotamia «anterior al Diluvio» en la ciudad de Eridu, en la época de Sumer, y más tarde, después de que el diluvio hubiese destruido la tierra, en la de Ki.
Por el contrario, en tierra griega la majestad fue asumida por Zeus, a invitación de los otros dioses, sólo después de haber derrotado, primero, a Cronos y a los Titanes, y luego a Tifón, otorgando finalmente orden al mundo (Hesíodo, Teogonía, vv. 781-85). Ni Urano ni Cronos ejercieron nunca el poder real en la tradición hesíodica. La majestad de Urano, «primer soberano del mundo» según la Biblioteca de Apolodoro (I, 1, 1 [1]), refleja evidentemente el horizonte político-cultural en el que se movía este escritor, que, si bien no conoció a los soberanos helenísticos, tuvo ciertamente experiencia de los señores de Roma. E igualmente la cosmología «órfica», que atribuía cierta majestad primordial a la Noche y al mismo Urano -ya en el papiro de Derveni, datado a comienzos del siglo IV a.C.-, estaba probablemente influida por las tradiciones orientales y no reflejaba por otra parte todo el horizonte cultural e ideológico griego.
En cualquier caso, la majestad de Zeus tiene sus límites y cortapisas, exactamente igual que las acciones de todas las divinidades del panteón griego. Dotado de una personalidad propia, cada dios era distinto de los demás dioses, y por tanto poseía sus rasgos específicos y sus funciones propias, siendo destinatario de un culto y de unos ritos, y objeto de una mitología. En este sentido la actividad de un dios estaba circunscrita y limitada a la esfera de competencia que le correspondía, limitando a su vez al mismo tiempo la acción de los otros dioses. Éstos no tenían todavía ámbitos cerrados, sino interactivos, necesariamente jerarquizados para que el desenvolvimiento de las funciones que correspondían a cada dios respondiese al orden cósmico. En este sentido el politeísmo griego reflejaba las divisiones y las especializaciones funcionales, las jerarquías y las articulaciones de la sociedad griega, la cual seguía encontrando en la unidad del pantheon y en la identidad de los dioses el fundamento de la propia unidad e identidad y al mismo tiempo identificaba en él un modo de dar forma y sentido al mundo y de contemplarlo de manera sistemática. Los dioses eran pues «formas perfectas» de un mundo antropomórficamente representado y vivido, diferenciadas, personales y funcionales, con campos de acción limitados y un grado de interacción recíproco, que tendía a limitar sus respectivas áreas de competencia. Es una recíproca limitación que crea una especie de superposición por transparencia no tanto por los conflictos en que los dioses pueden oponerse entre ellos, cuando determinan los avatares de la guerra de Troya o de Odiseo, cuanto por la copresencia de otras divinidades que tutelan los hechos socialmente importantes. Éste es por ejemplo el caso de Afrodita, Hera, Artemisa y Atenea, bajo cuya tutela se sitúa el universo femenino, y del que aparece ya consciente La Odisea (XX, 66 ss.). Si, en efecto, Artemisa cubre la fase prepúber de la mujer y Afrodita la dimensión de la sexualidad en el momento en que las muchachas la descubren, Hera representa el papel de la esposa y Atenea el espacio en que se despliegan las actividades femeninas; a éstas se asociaba la diosa Démeter, que encarnaba la dimensión materna del universo femenino.
Si ésta es la majestad de los dioses griegos, confinada a un espacio y a un tiempo alejados de los hombres, donde sólo uno es rey, aunque se trate de una majestad relativa y limitada por la acción de las restantes divinidades, entre los héroes, categoría de seres extrahumanos típicamente griega, todos o casi todos son reyes, sin que ninguno se sitúe por encima de los demás. No lo está Heracles, que en cualquier caso tampoco es rey, y ni siquiera Agamenón, rey de Argos, que, cuando conduce el ejército aqueo contra Troya, es más bien un primus inter pares que un soberano absoluto, y está condicionado por la voluntad de los demás jefes, sus iguales, como se ve en las asambleas donde todos se reúnen. A su vez la influencia -no la autoridad- de Néstor, rey de Pilos, derivaba de su prestigio.
En la tierra, entre los héroes, la majestad se hace añicos y pulveriza, hasta el punto de que el héroe ático por excelencia, Teseo, que sucede a Esón en el trono de Atenas, émulo de Heracles y autor del sinecismo ático, es también, según una tradición, aquel que introduce en el Ática la democracia (escolios de Aristófanes, Pluto , v. 627). Pero los héroes, si bien mortales, habitaban también la tierra del mito y contribuían a otorgar sentido al presente gracias a la cifra ritual que encontraba aplicación en sus tumbas: así la majestad queda definitivamente relegada al mito y excluida de la memoria.
Paréntesis geográfica y cronológicamente limitado, el accidente cultural de la cultura griega y su politeísmo aparece como una anomalía en la historia del Mediterráneo y de todo el Occidente: anomalía que ha dejado huellas, nostalgias y gran cantidad de retórica sin lograr no obstante detener el proceso de homogeneización que el universalismo político-religioso de los reinos orientales, primero, y de Alejandro y sus sucesores, Roma y el cristianismo, después, traía inevitablemente consigo. Por otra parte, la antigua Grecia, tierra de lo múltiple, conoció enseguida una sistemática crítica interna que arremetió contra la estructura del politeísmo, con Jenófanes de Colofón, y contra el concepto de verdad, claramente distinto, a causa de su carácter metahistórico, del pensamiento común, de la opinión ( doxa ), para la escuela eleática. La verdad era en efecto una revelación que Parménides de Elea obtiene de la diosa durante su viaje sideral: en un carro arrastrado por caballos, a lo largo de un camino señalado por muchachas, el hombre que conocía la luz fue conducido al otro lado de la puerta que permite adentrarse en los senderos de la Noche y del Día. Diké, la Justicia, la Gran Vengadora, guardiana de las llaves de dicha puerta, le abrió de par en par sus batientes. Junto con su conductor, carro y caballos fueron conducidos a la luz. Era un camino alejado de las pisadas de los hombres, donde aquel hombre debía estar dispuesto a conocerlo todo, tanto el corazón sin temblores de la rotunda Verdad, como las opiniones de los mortales, en las que no existe certeza de verdad (28 B 1, Diels-Kranz).
Ésta fue probablemente una de las muchas formas de erosión del principio de multiplicidad característico del pensamiento mítico, que se reduce drásticamente a medida que avanzaron los reyes divinos con sus mitos, esto es a medida que el poder se va haciendo cada vez menos justificado y legítimo, sustraído a cualquier control social colectivo. Y de este modo la historia de la anomalía griega contraria a los antiguos imperios universales, opuesta al actual proceso de globalización económica, puede parecer la historia de un fracaso, insinuando la inquietante sospecha de que también la historia de las democracias contemporáneas esté empezando a ser la historia de un fracaso.
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Traducción: D. Lasheras
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