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Un triunfalismo fatal en Occidente

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Entrevista a Jurgen Habermas

Jürgen Habermas es sin duda el filósofo alemán más influyente de la actualidad y sus ideas encuentran oído en todo el mundo. Nadie como él ha sabido determinar los debates del presente. Habermas estudió, entre otras cosas, filosofía, historia, psicología y economía en Gotinga, Zúrich y Bonn. Tras doctorarse sobre la filosofía de la edad del mundo de Schelling se convirtió en asistente de Theodor W. Adorno y entró en contacto con la Escuela de Fráncfort. En 1953 causó revuelo su ataque a Heidegger, publicado en el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung, a quien le reprochaba tratar de rehabilitar el nacionalsocialismo. También su habilitación, titulada El cambio estructural de lo público, tuvo resonancia. En 1964 sucedió a Max Horkheimer en la cátedra de la Universidad de Fráncfort y se convirtió en uno de los promotores intelectuales del Movimiento del 68, con cuyos representantes más radicales, sin embargo, pronto se enemistó. Su obra principal, Teoría de la acción comunicativa (1981), describe el ideal de una democracia cuya medida crítica es el diálogo orientado al entendimiento entre todos los ciudadanos, donde lo público, el corazón discursivo de esa sociedad, no debería ser “colonizado” por ningún imperativo del sistema —tampoco por la economía.

Presentamos a continuación la versión íntegra de la entrevista publicada por el semanario alemán DIE ZEIT, el 6 de noviembre de 2008.

ZEIT: Señor Habermas: El sistema financiero internacional se ha colapsado y amenaza una crisis económica mundial, ¿qué es lo que más lo inquieta?

Habermas: Lo que más me inquieta es la abominable injusticia social que entraña el hecho de que los costos socializados del fracaso del sistema afecten con más dureza a los grupos más vulnerables. Ahora, la masas de los que de por sí no pertenecen a los beneficiarios de la globalización deben pagar una vez más las consecuencias, para la economía real, de una disfunción previsible del sistema financiero. Y no en valores monetarios, como los detentores de acciones, sino en la moneda contante y sonante de su existencia diaria. También a escala global se cumple ese destino condenatorio en los países económicamente débiles. Ése es el escándalo político. Pero señalar con índice reprobatorio a los chivos expiatorios me parece hipócrita. También los especuladores actuaron consecuentemente dentro del marco de la ley, de acuerdo a la lógica socialmente aceptada de la maximización de las ganancias. La política se pone en ridículo al pretender moralizar en vez de apoyarse en el derecho obligatorio de las legislaciones democráticas. Ella, la política, y nadie más, es la responsable de la orientación hacia el bien común.

ZEIT: Usted acaba de dictar unas conferencias en la Universidad de Yale. ¿Cuáles fueron las imágenes más impresionantes de esta crisis para usted?

Habermas: En las pantallas parpadeaba la desgarradora melancolía de la banda sin fin de filas y más filas de casitas abandonadas en Florida y otras partes, con el anuncio “Foreclousure” en el jardincillo, y a continuación los autobuses repletos de curiosos provenientes de Europa y latinoamericanos pudientes interesados en comprarlas. Al fin, el agente inmobiliario les muestra un dormitorio con los armarios destruidos en un arranque de rabia y desesperación. A mi vuelta me sorprendió la gran diferencia que existe entre el agitado estado de ánimo imperante en Estados Unidos y la impasibilidad del business as usual de aquí. Allá confluían los temores económicos altamente reales con la acalorada fase final de una de las contiendas electorales más decisivas. La crisis ha hecho que también las amplias capas de votantes cobren aguda conciencia del estado de sus intereses personales, lo cual los obliga a tomar decisiones, no necesariamente más razonables, pero más racionales —por lo menos en comparación con las elecciones presidenciales pasadas, dominadas por la ideología del nine-eleven. Estados Unidos, como me atrevo a suponer en la víspera de la elección, le deberá su primer presidente negro a esa casual coincidencia y, con ello, una profunda incisión histórica en el desarrollo de su cultura política. Más allá de ello, la crisis podría anunciar también un cambio en la metereología política en Europa.





ZEIT: ¿A qué se refiere?

Habermas: Tales cambios de mareas transforman los parámetros de la discusión política; con ello se desplaza el espectro de las alternativas que se consideraban posibles. Con la Guerra de Corea terminó el periodo del New Deal; con Reagan y Thatcher y la conclusión de la Guerra Fría, el tiempo de los programas de estados socialistas. Y ahora, con el fin de la era de Bush y el estallido de la última promesa neoliberal, caduca también la programática de Clinton y el neolaborismo. ¿Y qué sigue ahora? Espero que la agenda neoliberal no sea creída a pie juntillas, sino que se ponga a disposición. Todo el programa de una sumisión del mundo de vida al imperativo del mercado debe ser puesto en tela de juicio.

ZEIT: Para los neoliberales el Estado es tan sólo un jugador más en el campo económico y debe procurar no ocupar tanto lugar. ¿Ha sido desacreditada esa forma de pensar?

Habermas: Eso depende del curso de la crisis, de la capacidad perceptiva de los partidos políticos, de los temas públicos. En Alemania reina todavía una calma peculiar. Se ha puesto en ridículo la Agenda, que le concede una dominancia desconsiderada a los intereses de los inversionistas, que acepta insensiblemente una desigualdad social creciente, la emergencia de un precariado, la pobreza infantil, bajos salarios, etcétera, y que, con su furia privatizadora, socava funciones nucleares del Estado, en fin, una Agenda que malbarata los residuos deliberativos de la opinión pública a los inversionistas financieros, y que pone en dependencia la cultura y la educación de los intereses y caprichos de los patrocinadores, dependientes a su vez de la coyuntura.

ZEIT: ¿Y la crisis vuelve visibles las consecuencias de la furia privatizadora?

Habermas: En EEUU la crisis hace que se agudicen los daños materiales y morales, sociales y culturales, de una política de la desestatización llevada al extremo por Bush. La privatización de la previsión sanitaria y del plan de pensiones, del transporte público, del suministro de energía, del régimen penitenciario, de las tareas militares de seguridad y, más allá, de sectores escolares y universitarios y la entrega de la infraestructura cultural de las ciudades y comunas al entusiasmo y la magnanimidad de donadores privados forman parte de un diseño social que, con sus riesgos y efectos, es apenas compatible con los fundamentos igualitarios de un estado de derecho social y democrático.

ZEIT: Las burocracias estatales simplemente no saben administrar de forma rentable.

Habermas: Pero existen ámbitos de la vida vulnerables que no deben ser expuestos a los riesgos de la especulación bursátil; ello contradice la conversión del plan de pensiones a acciones bursátiles. En el estado constitucional democrático también hay bienes públicos, como la comunicación política no deformada, que no deben ser reducidos a las expectativas de ganancia de los inversionistas financieros. La necesidad de información de los ciudadanos no puede ser satisfecha por los bocados de cultura listos para ser consumidos proveídos por una televisión privada global.





ZEIT: ¿Se trata aquí, para citar un controvertido libro suyo, de una “crisis de legitimación del capitalismo”?

Habermas: Desde 1989/1990 no hay escapatoria al universo del capitalismo; ahora sólo puede tratarse de civilizar o domesticar la dinámica capitalista desde dentro. Ya durante el tiempo de la postguerra, la Unión Soviética no representaba una alternativa para la masa de la izquierda de Europa Occidental. Por ese motivo, en 1973 hablaba yo sobre los problemas de legitimación “en” el capitalismo. Los mismos que hoy nuevamente, con mayor o menos urgencia, de acuerdo al contexto nacional, se encuentran a la orden del día. Un síntoma son las exigencias de limitar los salarios de los altos ejecutivos, o de eliminar el golden parachutes, es decir, las indecibles liquidaciones y pagos de bonos.

ZEIT: Pero eso es sólo política para el aparador. El año que entra hay elecciones en Alemania.

Habermas: Ciertamente se trata de política simbólica y sirve para distraer la atención de los fracasos de los políticos y sus asesores económicos. Ellos sabían desde hace mucho acerca de la necesidad de reglamentar los mercados financieros. Acabo de volver a leer el transparente artículo de Helmut Schmidt “¡Vigilen a los nuevos grandes especuladores!”, de febrero de 2007 (ZEIT: 6/07). Todo mundo lo sabía. Pero las élites políticas en Estados Unidos y Gran Bretaña consideraban útiles las especulaciones desenfrenadas, al menos mientras todo fuera bien. Y en el continente europeo se plegaron al consenso de Washington. También aquí había una amplia coalición de incondicionales que no requerían ser convencidos por el señor Rumsfeld.

ZEIT: El consenso de Washington era la trágicamente célebre concepción económica del FMI y el Banco Mundial del año 1990, mediante la cual primero Latinoamérica y luego medio mundo debían ser reformados. Su mensaje central era: trickle down —Dejad que los ricos se hagan más ricos y la prosperidad rezumará hasta los pobres.

Habermas: Desde hace muchos años se han acumulado pruebas empíricas de que ese pronóstico era erróneo. Los efectos del aumento de prosperidad están repartidos de forma tan asimétrica, tanto a nivel nacional como mundial, que las zonas de pobreza se han extendido frente a nuestros ojos.

ZEIT: Para ejercer un poco de enfrentamiento crítico con el pasado: ¿Por qué se encuentra la prosperidad tan desigualmente repartida? ¿Acaso el fin de la amenaza comunista desinhibió al capitalismo occidental?

Habermas: El fin del capitalismo dominado por estados nacionales y cercado por políticas económicas keynesianas, el cual ciertamente, desde el punto de vista histórico, les proporcionó una prosperidad incomparable a los países de la OECD, ocurrió ya antes, justo tras el abandono del sistema de tipos de cambio fijos y el shock del petróleo. La doctrina económica de la Escuela de Chicago se transformó ya con Reagan y Thatcher en violencia práctica. Con Clinton y el neolaborismo —también durante la legislatura de Gordon Brown, nuestro héroe más joven— ello tan sólo continuó. En efecto, el colapso de la Unión Soviética desencadenó un triunfalismo fatal en Occidente. El sentimiento de que se le conceda a uno la razón histórica universal ejerce un efecto seductor. En este caso hizo que una doctrina político-económica se inflara hasta convertirse en una concepción del mudo que infiltra todos los ámbitos de la vida.

ZEIT: El neoliberalismo es una forma de vida. Todos los ciudadanos deben convertirse en empresarios y clientes…

Habermas: … y en competidores. El más fuerte, quien en el libre coto de caza de la sociedad competitiva logra imponerse, puede hacer valer ese éxito como su mérito personal. Es de una comicidad abismal el hecho de que los altos ejecutivos de la economía —y no sólo ellos—, logren dominar el parloteo elitista de nuestras discusiones públicas tomándose en serio el que se los homenajeen como ejemplos a seguir y dejando mentalmente por debajo al resto de la sociedad. Como si ya no fueran capaces de distinguir entre élites funcionales y estamentos sociales puntillosos. Pero, por favor, ¿qué tiene de ejemplar el carácter de personas en los altos mandos que hacen su trabajo de manera más o menos aceptable? Otro signo de alarma fue la doctrina de Bush de otoño del 2002, que sirvió para preparar la invasión de Irak. Desde entonces, el potencial sociodarwinista del fundamentalismo del mercado se ha desarrollado no sólo en la política social sino también en la política exterior.

ZEIT: Pero no fue Bush solo. Un sorprendente número de intelectuales influyentes estaban de su lado.

Habermas: Y muchos no aprendieron la lección. En pensadores de avanzada, como Robert Kagan, se presenta con mayor claridad una forma de pensar basada en categorías al estilo de “el hombre es el lobo del hombre”, propias de Carl Schmitt. Su comentario a la caída retrógrada de la política mundial en una lucha por el poder con armas nucleares altamente explosiva fue: “El mundo es de nuevo normal”.

ZEIT: Pero, volviendo atrás, ¿cuál fue el error después de 1989? ¿El capital se volvió simplemente demasiado poderoso frente a la política?

Habermas: En el transcurso de los noventa me quedó claro que la capacidad de acción política debía colocarse a la altura de los mercados supranacionales. Por lo menos así parecía ocurrir al principio, a inicio de los noventa. George Bush padre hablaba programáticamente de un Nuevo Orden Mundial y parecía querer recurrir para ello a las Naciones Unidas, durante tanto tiempo bloqueadas —¡y vilipendiadas! Al principio aumentaron bruscamente las intervenciones humanitarias aprobadas por el Consejo de Seguridad. Una coordinación política mundial y la ulterior juridificación de las relaciones internacionales deberían seguir a la globalización económica deseada. Pero los primeros rudimentos ambivalentes quedaron atorados ya con Clinton, y la crisis actual vuelve a hacer consciente ese déficit. Desde los inicios de la modernidad, el mercado y la política deben encontrar un equilibrio tal que la red de relaciones solidarias entre los miembros de una comunidad política no se rasgue. Aunque permanece siempre una tensión entre el capitalismo y la democracia, porque el mercado y la política se basan en principios contrarios. También después del último empujón globalizador, el torrente de decisiones descentralizadas, emitidas en redes cada vez más complejas, exigen reglamentaciones, las cuales no pueden existir sin la ampliación correspondiente de los procedimientos políticos de la generalización de intereses.

ZEIT: Pero ¿qué significa eso? Usted se atiene al cosmopolitismo de Kant y retoma la idea de Carl Friedrich von Weizsäcker de una política interior mundial. Discúlpeme, pero eso suena demasiado ilusorio. Basta con contemplar el estado de las Naciones Unidas.

Habermas: Ni siquiera una reforma a fondo de las instituciones nucleares de las Naciones Unidas bastaría. Ciertamente, el Consejo de Seguridad, la Secretaría, los Tribunales y, en general, las competencias y procedimientos de esas instituciones deben ser ajustados para lograr la imposición global de una prohibición de la violencia, lo cual, en sí, representa ya una tarea titánica. Pero aunque la Carta Magna de la ONU pudiera desarrollarse y llegar a ser una suerte de constitución de la comunidad internacional, seguiría faltando en ese marco un foro en el que la política de poder armada de las potencias mundiales se convirtiera en negociaciones institucionalizadas sobre problemas de la economía mundial que requieren reglamentación, como la política climática y ecológica, la repartición de recursos energéticos en disputa, la escasez de las reservas de agua potable, etcétera. En ese nivel transnacional surgen problemas de repartición que no pueden ser resueltos del mismo modo que las violaciones de los derechos humanos o de la seguridad internacional —estos últimos en tanto delitos —, sino que deben ser tratadas políticamente.

ZEIT: Para ello existe ya una institución comprobada: el G8.

Habermas: Ése es un club exclusivo en el que se discuten algunas cuestiones sin compromiso. Por cierto que entre las exaltadas expectativas que se vinculan a esa escenificación y la pobre cosecha del espectáculo medial sin consecuencias existe un malentendido delatador. La presión ilusoria de las expectativas muestra que las poblaciones sí perciben los problemas irresueltos de una futura política interior mundial, y posiblemente los sienten más que sus gobiernos.

ZEIT: El discurso de una “política interior mundial” se asemeja más bien a los sueños de un fantaseador.

Habermas: Todavía el día de ayer la mayoría hubiera considerado poco realista lo que ahora está pasando: Los gobiernos europeos y asiáticos rivalizan en cuanto a la falta de institucionalización de los mercados financieros con propuestas de regulación. También el Partido Socialdemócrata y la Unión Demócrata Cristiana de Alemania hacen propuestas acerca de la obligación de hacer públicos los balances y sobre la capitalización propia, acerca de la responsabilidad personal de los ejecutivos y el mejoramiento de la transparencia, el control bursátil, etcétera. Por supuesto acerca de un impuesto sobre la cifra de negocios realizados en la Bolsa, que ya sería un fragmento de política tributaria global, se habla sólo ocasionalmente. De todos modos, la nueva “arquitectura del sistema financiero”, tan ansiosamente anhelada, no será fácil de realizar en oposición a las resistencias de Estados Unidos. Pero que ella sea suficiente, en vista de la complejidad de esos mercados y de la interdependencia mundial de los sistemas de funcionamiento más importantes, es otra cuestión. Los tratados del derecho internacional en los que hoy piensan los partidos pueden ser anulados en cualquier momento. De ellos no puede surgir todavía un régimen resistente a la intemperie.


ZEIT: Incluso si se le transfirieran nuevas competencias al Fondo Monetario Internacional, ello no sería todavía política interior mundial.

Habermas: No quiero hacer ninguna predicción. De cara a los problemas, en el mejor de los casos, podemos proponer reflexiones constructivas. Los estados nacionales deben verse a sí mismos, de manera creciente y por interés propio, como miembros de la comunidad internacional. Ésa es la tabla más gruesa que habría que perforar en las próximas décadas. Cuando hablamos de “política” y dirigimos la mirada a ese escenario, frecuentemente nos referimos también a los actos de los gobiernos que han heredado su autoimagen de actores colectivos que deciden de manera soberana. Pero esa autoimagen de un leviatán que desde el siglo XVII se ha desarrollado junto con sistema estatal europeo ha dejado de ser inquebrantable. Lo que hasta ayer denominábamos “política” cambia cada día su estado físico.

ZEIT: Pero ¿de qué manera casa eso con el darwinismo social que, como usted dice, desde el nine-eleven ha vuelto a campear en la política mundial?

Habermas: Quizás convendría dar un paso atrás para poder apreciar el contexto mayor. Desde fines del siglo XVIII, el derecho y la ley han penetrado el poder constitucional del gobierno y le han quitado el carácter substancial de un “poder” a secas en el tráfico doméstico. Hacia afuera, en efecto, se ha salvaguardado suficientemente de esa substancia, a pesar del entramado proliferante de organizaciones internacionales y de la obligatoriedad creciente del derecho internacional. Aun así, el concepto de “lo político”, de acuñación estatal-nacional, se encuentra en devenir. Dentro de la Unión Europea, los estados miembros siguen detentando, por ejemplo, el monopolio del poder y, no obstante, quejándose unos más y otros menos, aplican el derecho que ha sido decidido en el nivel supranacional. Esa metamorfosis del derecho y la política está relacionada con una dinámica capitalista que puede ser descrita como una interacción de aperturas funcionalmente forzadas y oclusiones socialmente integrativas a un alto nivel.

ZEIT: ¿El mercado descerraja la sociedad y el estado social vuelve a cerrarla?

Habermas: El estado social es una conquista tardía y, como hemos visto, frágil. Los mercados en expansión y las redes de comunicación siempre han tenido una fuerza descerrajadora, que para los ciudadanos resulta a la vez individualizante y liberadora. Pero para ello se ha dado siempre una reorganización de las viejas relaciones de solidaridad dentro de un marco institucional ampliado. Ese proceso comenzó durante la temprana modernidad, cuando en los nuevos estados territoriales los estamentos dominantes de la alta Edad Media lentamente fueron parlamentarizándose, como en Inglaterra, o fueron mediatizados por reyes absolutistas, como en Francia. Ese proceso continuó a consecuencia de las revoluciones constitucionales de los siglos XVIII y XIX y en las legislaciones de los estados sociales del siglo XX. Domeñar jurídicamente al Leviatán y el antagonismo de clases no fue tarea fácil. Pero debido a las mismas causas funcionales, la exitosa constitucionalización del estado y la sociedad, tras el empujón ulterior de la globalización económica, apunta hacia una constitucionalización del derecho internacional y de la desgarrada sociedad mundial.





ZEIT: ¿Qué papel juega Europa en ese escenario optimista?

Habermas: Uno diferente al que realmente jugó en la crisis. No acabo de entender por qué se elogia tanto la gestión de la crisis realizada por la Unión Europea. Gordon Brown, con sus memorables decisiones, logró hacer que Paulson, el ministro de Finanzas norteamericano, cambiara su forma de interpretar el plan de rescate financiero acordado con tanto esfuerzo, porque consiguió, a través del presidente de Francia y en contra de la oposición inicial de Merkel y Steinbrück, que los jugadores más importantes de la eurozona se le unieran. Es necesario estudiar minuciosamente esos procesos de negociaciones y sus resultados. Fueron los tres estados nacionales más poderosos de la UE que, actuando soberanamente, acordaron coordinar sus medidas, tan diferentes pero dirigidas al mismo punto. A pesar de la ausencia de Juncker y Barroso, la realización de esos acuerdos internacionales de estilo clásico apenas tiene algo que ver con una política común de formación de voluntades políticas de la Unión Europea. El New York Times registró, no sin cierta malicia, la incapacidad europea de llevar a cabo una política económica común.

ZEIT: ¿Y a qué adjudica esa incapacidad?

Habermas: El transcurso ulterior de la crisis pone al descubierto el defecto del constructo europeo: Cada país reacciona con sus propias medidas económico-políticas. Debido a que las competencias en la Unión, dicho de manera simplificada, se encuentran repartidas de tal modo que Bruselas y el Tribunal Europeo imponen las libertades económicas, mientras que los costos externos resultantes recaen sobre los países miembros, hoy por hoy no existe una formación de voluntades económico-políticas común. Los estados miembros más importantes están en desacuerdo acerca de cuánto estado y cuánto mercado quieren. Y cada país lleva a cabo su propia política exterior, sobre todo Alemania. Berlín olvida, con su diplomacia blanda, las lecciones que la vieja Alemania extrajo de la historia. El gobierno se regodea con placer en el margen de acción ampliado desde 1989/90 y vuelve a recaer en el esquema conocido de los juegos de poder nacionales entre los países que desde hace tiempo encogieron al formato de los principados decimónicos.

ZEIT: ¿Y qué deben hacer esos príncipes decimónicos?

Habermas: ¿Me pregunta por mi lista de deseos? Ya que para mí, de acuerdo al estado de cosas, la integración escalonada representa la única vía hacia una Unión Europea en condiciones de negociar, la propuesta de Sarkozy tendiente a un gobierno económico en la eurozona se ofrece como punto de conexión. Eso no significa que deban seguirse las medidas presupuestales de segundo plano ni las intenciones proteccionistas de sus iniciadores. Los procesos y los resultados políticos son dos cosas diferentes. Al “trabajo más estrecho” en el terreno político le seguiría una política exterior. Y ninguno de los dos podría permanecer dislocado del otro durante mucho tiempo por encima de las cabezas de las poblaciones.





ZEIT: Ni siquiera el Partido Socialdemócrata alemán (SPD) apoya esa idea.

Habermas: Quienes dirigen el SPD dejan que el democristiano Jürgen Rüttgers, el “líder laboral” en la Cuenca del Rin y el Ruhr, piense en esa dirección. En toda Europa, los partidos socialdemócratas se encuentran con la espalda contra la pared, debido a que, con apuestas cada vez menores, deben conformarse con resultados cero. ¿Por qué no aprovechan la oportunidad de escapar de sus jaulas estatal-nacionalistas y de apropiarse de nuevos márgenes de acción a nivel europeo? También confrontados con una competencia retrógrada proveniente de la izquierda podrían perfilarse. Independientemente de lo que hoy signifique “derecha” o “izquierda”, sólo de forma común los países europeos pueden adquirir un peso político mundial que les permita obtener una influencia razonable en la agenda de la economía mundial. De otra manera, en tanto perros de aguas del Tío Sam, se exponen a una situación mundial tan peligrosa como caótica.

ZEIT: A propósito del Tío Sam, usted debería estar profundamente decepcionado de los Estados Unidos. Para usted, Estados Unidos era el caballo de tiro del nuevo orden mundial.

Habermas: ¿Qué otra nos queda que apostar a ese caballo de tiro? Estados Unidos saldrá debilitado de la doble crisis actual pero, por ahora, sigue siendo la superpotencia mundial liberal y se encuentra en una situación que lo invita a revisar a fondo su autoimagen paternalista del que hace feliz al mundo. La exportación a todo el mundo de su forma de vida surgió del erróneo universalismo centrado, propio de los antiguos reinos. La modernidad, en cambio, se nutre del universalismo descentrado propio del respeto igualitario hacia cada uno. Estados Unidos, por su propio interés, no solamente debería abandonar su actitud contraproducente frente a las Naciones Unidas sino colocarse a la punta del movimiento reformista. Históricamente visto, la conjunción de cuatro factores —su estatuto de superpotencia, ser la democracia más antigua de la Tierra, la subida al poder de, así lo espero, un presidente visionario, así como una cultura política en la que las orientaciones normativas encuentran una resonancia notable— representa una constelación fabulosa. Estados Unidos se encuentra hoy profundamente desconcertado por el fracaso de su aventura unilateralista, por la autodestrucción del neoliberalismo y el abuso de su excepcional consciencia. ¿Por qué no habría de recomponerse, como tantas veces antes, y tratar de integrar a tiempo a las superpotencias de hoy —a las superpotencias del mañana— en un orden internacional que ya no requiera de superpotencias? ¿Por qué un presidente que —ganador de unas elecciones decisivas— encuentra tan sólo un mínimo margen de acción en el interior no habría de aprovechar al menos en su política exterior esa razonable oportunidad, esa oportunidad de la razón?

ZEIT: Con esa idea tan sólo lograría arrancarles una sonrisa cansada a los llamados realistas.

Habermas: Sé que hay muchas cosas que se oponen a ello. El nuevo presidente americano tendría que imponerse en contra de las élites de su propio partido dependientes de Wall Street; seguramente también tendría que ser disuadido de obedecer a los obvios reflejos de un nuevo proteccionismo. Y para lograr ese viraje radical, los Estados Unidos necesitarían del impulso amistoso de un aliado leal pero seguro de sí mismo. Por supuesto que un Occidente “bipolar”, en sentido creativo, sólo puede existir si la UE aprende a hablar hacia el exterior con una sola voz y, bueno, a emplear el capital de confianza internacional ahorrado para actuar, ella misma, de forma sabia. El “sí, pero…” salta a la vista. Lo que en tiempos de crisis se requiere es una perspectiva más amplia que el consejo de la corriente dominante y el chiquiteo del mero diletantismo.

-Traducción de Salomón Derreza
Fuente: http://www.letraslibres.com/blog/blogs/index.php?title=un_triunfalismo_fatal_en_occidente_entre&more=1&c=1&tb=1&pb=1&blog=5

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