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La Perra que Llora (1)

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EJERCICIOS NARRATIVOS

Son casi las siete de la mañana. En estos días de mayo amanece más temprano que de costumbre; el invierno apura el deshidratar de las nubes y los rayos solares golpean con insistencia los escaparates hasta posarse en los contornos de las sabanas que cubren mi figura.

Estoy tendido, dormitando, acalorado por el fuego interior que aún no se apaga. La puerta está cerrada pero temo que mis padres se enteren que estoy en la cama con Sofia. No es prudente que se enteren de esta forma ¡Por Dios! ¡Es mi hermana!

Tembloroso, aún erecto, me levanto. Con un beso cerca de su oído alcanzo a despertarla. “Qué sucede papi”; despierta, los viejos están por pararse y si te encuentran acá las cosas se nos complicarán. “Okey. No te preocupes, ya voy saliendo”. Antes de partir toma mi pene y lo besa compulsivamente hasta llevarlo al final. Con los ojos cerrados quedo tendido en la cama. Temo que las cosas se estén complicando. Sofía es una niña de apenas quince años, yo tengo treinta, soy su hermano mayor; este asunto es muy confuso para mí, aunque definitivamente yo tengo mis culpas, nunca debí incitar el fuego, jamás debí consumir las llamas.

Desde hace unos años estoy viviendo fuera de la ciudad de Guanare, capital de uno de los estados agrícolas por excelencia de Venezuela; me gradué de abogado y llevo casado más de quince años. Si bien es cierto que exploré el amor muy joven, jamás sentí que me hubiera enamorado. Sólo fui un muchacho precoz pero dilatado en lo que a sentimientos de pareja se refiere; hasta mis veinticinco años llegué a pensar que ese desamor era un llamado interior a otros cosas, a mi potencial homosexual no explorado o a mi condición de sacerdote no reconocida. Algo pasaba y no tenía elementos con qué contrastar y responderme. Me encontraba en un gran laberinto, el cual se disipó en la fiesta de quince años de mi hermana menor.

Me llamaron a eso de las diez de la mañana a mi bufete. Era papá anunciándome que Sofia Cristina llegaba ya a sus quince años y que le haríamos el tradicional baile en el Club Hispano de Guanare; le manifesté al viejo que me encontraba cargado de trabajo, que sería difícil poder asistir, pero que le prometía que llamaría a Sofia personalmente para disculparme en caso de que ello ocurriera. Papá me manifestó, casi en forma de ultimátum: “Tienes que estar acá, no puedes dejar sola a tu hermana en tan importante celebración, es tu deber como hermano mayor”.

Realicé mis oficios laborales y tomé tiempo para cumplir con mi familia. Una noche antes de partir, Esmeralda, mi esposa, después de hacer el amor, me dice que se siente algo extraña. Que percibe en mí indiferencia al momento de hacer el amor. Yo le contesté que era pura suposiciones, visiones que ella imaginaba y que de manera auto reflejo las cargaba sobre mí. No pasa nada mi amor, todo anda bien; tu eres una hermosa mujer, tenemos dos lindos hijos, estoy contigo desde mis catorce años de edad, cómo puedo tener indiferencia hacia ti. “No sé -contesta- algo te pasa. Algo…”

En la mañana siguiente, después de una ducha reconfortable, veo a Esmeralda con una diminuta falda que deja ver toda la extensión torneada de sus piernas blancas, brillantes por la crema humectante de leche que usa, así como con una blusita mínima tapando sus dos hermosos senos de 34-B; se veía exageradamente sexy, provocativa. Los niños los dejamos con su madre y partimos hacia Guanare, nos esperaba unas seis horas de carretera.

Ya desde mi salida de casa venía excitado. Esmeralda no dejaba en el viaje de decirme lo mucho que le gustaría hacer el amor a la orilla del camino; “me parece muy erótico estar haciendo el amor y sintiendo el ruido de los carros al pasar, con el temor latente de que alguien nos descubra, ¿no te parece?” No supe qué contestar y casi en igual sentido me vi parado en una intercepción montándome alocadamente a Esmeralda. Por lo que oí y vi, ella se excitó de sobre manera; me rasguñó con salvajismo la espalda; el brillo de sus piernas quedó entre mis muslos y su mínima falda sirvió para limpiar el resto de semen que no logró entrar. Casi temblorosa se recostó en el asiento y se dejó dormir. Seguí el camino mientras miraba a los lados, como sintiendo que era delatado por el solo hecho de andar en mi carro.

El sueño de Esmeralda fue largo, casi de tres horas; llegamos a la última estación de servicios que nos esperaba antes de la entrada a Guanare. Allí le pedí que se vistiera un poco más recatada y que se lavara, dado que el olor a cloro y flujos estaba por todo su cuerpo. Pedí una cerveza mientras la esperaba; al cabo de unos quince minutos me acerqué al baño a ver por qué tardaba tanto, allí la encontré, en la puerta del baño completamente desnuda. Me apresuré a acercarme y decirle que se cubriera, a lo que me respondió: “tardaste mucho en darte cuenta de que aún quería un poco más”. Entré al baño e hicimos el amor en el suelo húmedo; entre olores de orine y excremento, fue idílico para ella. Yo sólo obedecía a sus instintos.

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