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Nostalgia de la épica
Por: JOSÉ MARÍA RIDAO, El País, Madrid 17/11/2008
No deja de resultar una extraña paradoja el que, al mismo tiempo que cualquier acontecimiento contemporáneo recibe la consideración de histórico, se experimente una acuciante necesidad de recuperar la memoria sobre los hechos más dramáticos del pasado, a los que se convierte en materia política e, incluso, judicial. Puede que la explicación de esta repentina y asfixiante omnipresencia de la historia se encuentre, simplemente, en que han coincidido en el tiempo las ínfulas con las que algunos dirigentes enjuician su tarea, convencidos de que hasta sus más intrascendentes decisiones quedarán inscritas en mármol para la posteridad, y la dificultad de los ciudadanos de los sistemas democráticos, y en particular los intelectuales, para identificar causas inatacables a las que servir. Sobre todo, después de que tantas causas que se creyeron dignas en el siglo XX se revelaran como trágicos errores, como fines tal vez nobles, aunque perseguidos a través de medios execrables.
Pero puede que la explicación sea distinta y tenga que ver con un sentimiento diferente, con una inconfesada nostalgia de la épica. Una nostalgia que, por un lado, lleva a convertir las rutinas del poder democrático en gestas sin parangón y, por otro, a establecer una continuidad literal, inextinguible, entre luchas pasadas y presentes, como si, una vez abiertas, nunca se pudieran abandonar las trincheras. En ambos casos lo único que se estimula es la quimera de creer que se hace historia cuando, en realidad, se está interpretando; lo único que se favorece es la utilización de la historia como instrumento para reclamar algún tipo de mérito político, o de legitimidad añadida, que no tiene cabida en las instituciones democráticas y que, por esta razón, acaba siempre desafiándolas. La nostalgia de la épica, desde esta perspectiva, tiene puntos en común con el vivere pericolosamente, aquella vieja consigna desde la que, no por casualidad, se lanzaron algunos de los más furibundos ataques contra los sistemas de libertades. Pero, además, guarda un estrecho parentesco con las doctrinas que exigen el sacrificio del presente a abstracciones que se nutren de deudas pendientes con el pasado o que convierten en dogmas de fe sus especulaciones sobre el futuro.
Pocos antídotos más eficaces contra la nostalgia de la épica, contra este deseo de convertir las rutinas del poder democrático en historia y, al mismo tiempo, de introducir la historia en el debate político o los tribunales, que un reciente ensayo de Jean Daniel, Camus, a contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008). A medio camino entre la autobiografía y la reflexión sobre el periodismo, el director de Le Nouvel Observateur traza el retrato de una amistad fraguada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, y más tarde sacudida por las opciones políticas que, a fin de expresarse ante sus respectivos lectores, adoptó cada protagonista. La guerra de Argelia les llevó al borde de la ruptura, sólo evitada por la admiración que Jean Daniel profesaba hacia Albert Camus y por el afecto con que éste le correspondía. Poco antes de su muerte, y en respuesta a una carta en la que Jean Daniel lamentaba su alejamiento a raíz de la cuestión argelina, Camus le respondió escuetamente: "Lo importante es que estemos desgarrados, tanto usted como yo".
El libro de Jean Daniel no invita a sentir nostalgia por no haber asistido a los acontecimientos que compartió con Camus, a los hechos épicos que les deparó la historia, sino que provoca admiración por los argumentos que defendieron, y por cómo los defendieron, desde sus respectivas tribunas, haciendo del periodismo una expresión de la literatura y del pensamiento. Ni uno ni otro tomaba la palabra para saldar deudas pendientes con el pasado ni para convertir en dogma de fe ninguna especulación sobre el futuro. Tampoco se pronunciaban sólo para apoyar o para zaherir una posición política: si ése hubiera sido su propósito, habrían optado sencillamente por la militancia. Su preocupación esencial tenía que ver con el deseo de afrontar los acuciantes problemas que les planteaba su tiempo, sólo los problemas que les planteaba su tiempo; y, además, de afrontarlos sin preocuparse por agradar, porque, "para agradar", ya fuera a sus propios lectores, ya fuera a uno u otro partido, decía Camus, "hay que doblegarse".
Es difícil encontrar el más mínimo rastro de la nostalgia de la épica en estas páginas de Jean Daniel: ni califica de históricas unas decisiones políticas que en muchos casos lo acabaron siendo ni, menos aún, convierte la historia en materia política o judicial. Antes por el contrario, su propósito, como también el del Camus periodista que va materializándose en este retrato a la vez profundo y conmovedor, es desactivar la épica por la que se despeñó su tiempo, contribuyendo a reconducirlo en la medida de sus posibilidades a las aguas tranquilas en las que sólo impera la razón.
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