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Fragmento acerca de la Ética, por José Luis López Aranguren

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Se suele definir la Ética como la parte de la filosofía que trata de los actos morales. Entendiendo por actos morales los medidos o regulados por la regula morum. De tal modo que el objeto material de la Ética serían los actos humani (a diferencia de los actos hominis); es decir, los actos libres y deliberados (perfecta o imperfectamente). Y el objeto formal, estos mismos actos, considerados bajo la razón formal de su ordenabilidad por la regula morum. Pero dejemos por ahora la regula morum que transporta el problema moral, demasiado pronto, al plano de su contenido, y digamos provisionalmente que el objeto formal lo constituirían los actos humanos en cuanto ejecutados por el hombre y «regulados» u «ordenados» por él. O, dicho de otro modo, los actos humanos considerados desde el punto de vista del «fin» o «bien», pero tomando estas palabras en toda su indeterminación, porque vamos a considerar la moral como estructura antes de entrar en su contenido. Mas, previamente, debemos hablar del objeto material, porque tras cuanto se ha escrito en la primera parte, la concepción clásica del objeto material se nos ha tornado problemática.
Hemos visto que la moral surge de la psicología o antropología y, materialmente, acota su ámbito dentro de ella. El objeto material de la Ética ha de ser, por tanto, aquella realidad psicológica que ulteriormente tematizaremos, considerándola desde el punto de vista ético. Ahora bien, ¿cuál es, en rigor, el objeto material de la Ética? ¿Lo constituyen los actos, según se afirma generalmente? La palabra ética deriva, como ya vimos, de êthos; la palabra moral, de mos. Ahora bien, ni êthos ni mos significan «acto». Ethos, ya lo sabemos, es «carácter», pero no en el sentido de temperamento dado con las estructuras psicobiológicas, sino en el de «modo de ser adquirido», en el de «segunda naturaleza». ¿Cómo se logra esta «segunda naturaleza», este êthos? Ya lo vimos también: es la costumbre o hábito, el éthos, el que engendra el êthos (hasta el punto de que el êthos no es sino la estructuración unitaria y concreta de los hábitos de cada persona). En latín la distinción entre el carácter o modo de ser apropiado y el hábito o costumbre como su medio de apropiación (y como su «rasgo
Tras los anteriores análisis –los de este capítulo y todos los de la primera parte vemos que la Ética o Moral, según su nombre, tanto griego como latino, debe ocuparse fundamentalmente del carácter, modo adquirido de ser o inclinación natural ad agendum; y puesto que este carácter o segunda naturaleza se adquiere por el hábito, también de los hábitos debe tratar la Ética.
Ahora bien: en este nuevo objeto material –carácter y hábito queda envuelto el anterior, los actos, porque, como dice Aristóteles. Hay, pues, un «círculo» entre estos tres conceptos, modo ético de ser, hábitos y actos, puesto que el primero sustenta los segundos y estos son los «principios intrínsecos de los actos», pero, recíprocamente, los hábitos se engendran por repetición de actos y el modo ético de ser se adquiere por hábito. Estudiemos, pues, a continuación, y en general, los actos, los hábitos y el carácter, considerados como objeto material de la Ética.
Empezando por los actos, lo primero que debemos preguntar es cuáles, entre los actos que el hombre puede ejecutar, importan a la Ética. La Escolástica establece dos divisiones. Distingue, por una parte los actus hominis que el hombre no realiza en cuanto tal, sino ut est natura quaedam y los actus humani o reduplicative, es decir, actos del hombre en cuanto tal hombre. Sólo estos constituyen propiamente el objeto de la Ética, porque sólo estos son perfectamente libres y deliberados. Más, por otra parte, parece que también ciertos actos no bien deliberados son imputables al hombre. Entonces se establece una segunda distinción entre actos primo primi, provocados por causas naturales y ajenos por tanto a la Ética; actos secundo primi, imputables, por lo menos a veces, o parcialmente, en los cuales el hombre es movido inmediatamente por representaciones sensibles; y los actos secundo secundi, que son los únicos plenamente humani en el sentido de la división anterior.
Naturalmente, sólo un análisis casuístico y a la vez introspectivo podría establecer la imputabilidad de
Naturalmente, sólo un análisis casuístico y a la vez introspectivo podría establecer la imputabilidad de cada uno de esos actos que se mueven en la frontera indecisa de la deliberación y la indeliberación. Lo que en una teoría de la Ética nos importa señalar es el contraste, a este respecto, entre la época moderna por un lado y Aristóteles, el cristianismo y la Escolástica antiguos y la psicología actual de la moralidad por el otro. En la Edad Moderna, época del racionalismo y también del apogeo de la teología moral, se tendía a limitar la imputabilidad a actos que proceden de la pura razón, porque desde Descartes se había afirmado en realidad una mera unión accidental del alma y el cuerpo y se pensaba que el alma y la razón son términos sinónimos. Por tanto, sólo los actos «racionales» (no ya deliberados, sino discursivamente deliberados) serían propiamente humanos.
Aristóteles, por el contrario, pensaba que los malos movimientos que surgen en el alma constituyen ya una cierta imperfección, aunque sean reprimidos por ella: justamente por esto, tal sojuzgamiento o egkrateia no constituye virtud, sino solamente semivirtud. Le falta aquietamiento de la parte racional del alma, le falta la armonía interior o sofrosin.
Ahora bien, al descubrir que la fruición, como acción de fruir, constituye la esencia del acto de voluntad, no hemos puesto de manifiesto más que una de las dimensiones de éste, lo que tiene de acto, es decir, de transeúnte. Pero ya sabemos que haciendo esto o lo otro llegaremos a ser esto o lo otro; sabemos que al realizar un acto realizamos y nos apropiamos una posibilidad de ser: si amamos, nos hacemos amantes; si hacemos justicia, nos hacemos justos. A través de los actos que pasan va decantándose en nosotros algo que permanece. Y eso que permanece, el sistema unitario de cuanto, por apropiación, llega a tener el hombre, es, precisamente, su más profunda
realidad moral.


Fuente: López Aranguren, José Luis. Ética. Madrid: Alianza Editorial, 1995.

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