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La piel de Edgar Morin

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Foto: Kevin y Anshar, una generación moriniana

Si algo caracteriza los nuevos tiempos, es la capacidad que tienen los intelectuales de desnudarse y dejar sentir a sus lectores, el amartelamiento de sus almas. Edgar Morin no escapa a esta realidad y su pensamiento sigue dando motivos de reflexión y crítica, porque al igual que Sócrates, sus ideas van dirigidas a un colectivo que sabe y conoce más que él, pero que no tiene su capacidad y talento comunicativo para decir las cosas.
El asunto es de comunicación. Y las ideas que en los últimos años ha dejado colar Morin no son discursos nuevos, pero si temas contextualizados en ese hombre evolucionado y planetario que no sólo tiene un lugar en el mundo, sino que construye su morada conciente de que no resucitará.
Si buscamos una doctrina fundamental en el pensamiento de Morin, encontramos, a mi juicio, una tendencia al humanismo pesimista (muy en concordancia con la postura de Schopenhauer en su época). El pesimismo en Morin no es más que el mirar la realidad, la vida y el mundo bajo la égida de que son el mal antes que el bien; por regla general, apreciamos en los textos de Morin dos vertientes: la de un atrincherado estado mental negativo ante el orden establecido; y la de un sistema filosófico compacto que propone cambios radicales a la sociedad y a los subsistemas que la integran.
El temperamento del individuo y su reacción ante el mundo como es y el mundo como podría ser, marca la existencia de la realidad planetaria; el sufrimiento y el pecado, que han sido explicados en detalle desde épocas antiguas bajo el esquema ético de las religiones, sella la interpretación de un mundo potencialmente negativo, incumplido en sus roles naturales con la expectativa de supervivencia de las sociedades.
El Morin pesimista se topa con un sistema de filosofía radicalizado en la tendencia de concebir la existencia de un mundo cuyas pesadumbres le han hecho construir como meta que todo fin y propósito de la vida son ilusorios; pero la grandeza de las ideas de Morin es que puede conectar esta visión trágica de la vida con un optimismo-esencialista, en cuya percepción lo bueno del mundo abarca el sentimiento genérico de la esperanza.
El filósofo alemán Schopenhauer, en el siglo XIX, valoró la premisa de que los fenómenos existen sólo en la medida en que la mente los percibe como representaciones; para él la voluntad, como artificio descriptivo de la conducta humana, no está limitada a una acción voluntaria previsible, sino a toda la actividad experimentada por la personalidad, incluidas las funciones fisiológicas inconscientes. La voluntad es la naturaleza innata que cada ser experimenta y adopta en el tiempo y el espacio como apariencia del cuerpo, que es así su representación. Partiendo del principio de que la voluntad es la naturaleza innata de su propio cuerpo como una apariencia en el tiempo y en el espacio, Schopenhauer llegó a la conclusión de que la realidad innata de todas las apariencias materiales es la voluntad, y que la realidad última es una voluntad universal.
En este aspecto, en lo referente a la “voluntad”, apreciamos coincidencia en el pensamiento de Morin con el legado de Schopenhauer; porque Morin advierte la necesidad de “enseñar la identidad terrenal”, respondiendo a la voluntad universal de que el hombre conozca su lugar en el universo. El ser humano del siglo XXI, expone Morin en su obra “Los Siete Saberes de la Educación del Futuro”, no podrá entender su realidad sólo comprendiendo su condición humana, sino interpretando, e internalizando la condición del mundo que hoy se muestra en una era planetaria, cuya fase actual es la mundialización. A lo largo de la explicación que da acerca de este saber, Morin habla de la necesidad de un pensamiento policéntrico, que tenga la condición de un universalismo no abstracto, sino conciente de la unidad-diversidad de la condición humana. Un pensamiento que siendo alimentado por las culturas humanas respete sus límites individuales y profundice sus lazos comunicantes.
De este modo, la voluntad lleva a la persona a construir un espacio donde comprender el dolor, y desde donde atenuar lo desconocido de la muerte; se va tejiendo un ciclo sin fin de nacimiento, muerte y renacimiento, desde donde la actividad de la voluntad sólo puede ser llevada a un fin a través de la actitud de renuncia, en la que la razón gobierne la voluntad hasta el punto que cese de esforzarse.
En lo que respecta al hombre y a su origen, Morin sintetiza la condición humana con la naturaleza de la conciencia como impulsora de un mundo espiritual y material; esa condición humana, constituyen el fundamento de la actividad de los individuos que se unen, no por las sensaciones del amor sentimental, sino por los impulsos irracionales de la voluntad para perpetuar la especie humana.
En una palabra, Morin aprecia la condición humana como un “todo”, en el cual la “parte” tiene elementos comunicantes que le son afines, pero sin que esto corrompa la autonomía de la parte: “…somos singulares, puesto que el principio el todo está en la parte no significa que la parte sea un reflejo puro y simple del todo. Cada parte conserva su singularidad y su individualidad pero, de algún modo, contiene el todo.”
El ser humano, el cual pertenece a un todo que es la sociedad humana, es a su vez independiente en su parte como ser humano individual, con personalidad e intereses relativos. Al expresar estas ideas Morin no hace otra cosa que mostrarnos su piel…

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