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La ética a partir de Sócrates

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Por ética se ha de entender la elección de la conducta digna; el término como tal viene del griego ethika, de ethos, que significa carácter, comportamiento, costumbre; para el filósofo español José Ramón Ayllón, por ética, desde el ámbito académico, se ha de entender un área de conocimiento de la filosofía que estudia la conducta moral del hombre, en razón del uso correcto de la libertad, orientada a la consecución de virtudes. En una palabra, reconocer los principios o pautas de la conducta humana, a menudo y de forma impropia llamada moral (del latín mores, costumbre) y por extensión, el estudio de esos principios a veces llamado filosofía moral. Aunque en un sentido estricto, moral se refiere a la conducta colectiva aceptada por la sociedad para asegurar cierta armonía en la convivencia en sociedad, y ética es la conducta digna que cada persona asume ante esos preceptos morales del colectivo, es decir, hacer valer la frase “mi libertad termina donde comienza la de otro”.

La ética es una ciencia normativa, porque se ocupa de las normas de la conducta humana, determinando la bondad de esa conducta de acuerdo con algunos tipos de conducta buenos en sí mismos o buenos porque se adaptan a un modelo moral concreto.

En ética es necesario considerar un valor final, o summum bonum, deseable en sí mismo, no sólo como medio para alcanzar un fin, sino como principio para integrarse con la naturaleza. La ética parte de tres modelos de conducta principales: la felicidad o placer; el deber, la virtud o la obligación; y la perfección, como el más completo desarrollo de las potencialidades humanas. Y ese valor ético se reproduce en el legado del cristianismo materializado a través de la fe. La fe, nos dice José Ramón Ayllón, es una forma de conocer que no se apoya en la evidencia de lo que se ve, sino en la credibilidad del que ha visto lo que nosotros vemos;...es la razón quien cree, la misma razón que resuelve un problema matemático, hace una valoración estética o emite un juicio moral; y esa fe se traduce en una causa final: creer en la voluntad colectiva como causa primera para vivir en felicidad.
La ética busca, en esa causa final, la satisfacción en la vida con prudencia, placer y libertad; una persona que carece de motivación para tener una preferencia puede resignarse a aceptar todas las costumbres y por ello puede elaborar una filosofía de la prudencia; bajo esta idea, la persona vive en conformidad con la conducta moral de la época y de la sociedad. En este punto hablamos de una ética situacional, la cual se presenta en razón de un tiempo histórico determinado, así como en espacios o circunscripciones identificadas con valores religiosos o espirituales.

El hedonismo, doctrina según la cual el placer es el único o el principal bien de la vida, y su búsqueda el fin ideal de la conducta, tiene que decidir entre los placeres más duraderos y los placeres más intensos, si los placeres presentes tienen que ser negados en nombre de un bienestar global y si los placeres mentales son preferibles a los placeres físicos.

La ética confronta distintos sistemas morales que se establecen sobre pautas arbitrarias de conducta, evolucionaron de forma irracional, violándose los tabúes religiosos o de conductas que primero fueron hábito y luego costumbre, o asimismo de leyes impuestas por líderes para prevenir desequilibrios en el seno de la tribu, entre otros. Las grandes civilizaciones clásicas egipcia y sumeria desarrollaron éticas no sistematizadas, cuyas máximas y preceptos eran impuestos por líderes seculares, estando mezclados con religiones estrictas que afectaban la conducta de cada egipcio o cada sumerio.

En el siglo VI a.C. el filósofo heleno Pitágoras desarrolló una de las primeras reflexiones morales a partir de la misteriosa religión griega del orfismo, la cual se basaba en una cosmogonía centrada en el mito del dios Dioniso Zagreo, el hijo de las divinidades Zeus y Perséfone, quien furioso porque Zeus deseaba hacer a su hijo soberano del universo, sus celosos titanes desmembraron y devoraron al joven dios. Atenea, diosa de la sabiduría, fue capaz de recuperar su corazón, que llevó a Zeus, quien se lo comió y dio nacimiento a un nuevo Dioniso. Zeus castigó después a los titanes destruyéndolos con su rayo y, de sus cenizas, creó la raza humana. Como consecuencia de ello, los seres humanos tienen una naturaleza dual: el cuerpo terrestre era la herencia de los titanes nacidos de la tierra; mientras que el alma derivaba de la divinidad de Dioniso, cuyos restos se mezclaron con los de los titanes. Según los principios del orfismo, los seres humanos se esfuerzan por librarse del elemento titánico, o representación del mal, propio de su naturaleza, y buscarían preservar lo dionisíaco, o divino, naturaleza de su ser. El triunfo del elemento dionisíaco se puede conseguir siguiendo los ritos órficos de purificación y ascetismo. Según esta religión, a través de una larga serie de reencarnaciones, los seres humanos se preparan para la vida después de la muerte. Bajo esta creencia de que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza sensual y que la mejor vida es la que está dedicada a la disciplina mental, se fundó una orden semirreligiosa con leyes que hacían hincapié en la sencillez en el hablar, el vestir y el comer, siendo uno de los primeros ejemplos de ética en el pensamiento occidental.

En el siglo V a.C. los filósofos griegos conocidos como sofistas, se mostraron escépticos en lo relativo a sistemas morales absolutos; estos sofistas se embarcaron en proponer juicios acordes a la realidad y trascendencia de cada uno de los espacios de la sociedad griega, así Protágoras enseñó que el juicio humano es subjetivo y que la percepción de cada uno sólo es válida para uno mismo; Gorgias llegó incluso al extremo de afirmar que nada existe, pues si algo existiera los seres humanos no podrían conocerlo; y que si llegaban a conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento; Trasímaco, creía, por su parte, que la fuerza hace el derecho.

Ya en tiempo de Sócrates, la filosofía tornó más humana, más adherida a la condición del hombre del obrar bien, del ser ciudadano; el punto de vista de Sócrates parte de que la virtud es conocimiento; la gente será virtuosa si sabe lo que es la virtud, y el vicio, o el mal, es fruto de la ignorancia; la educación, como aquello que constituye la virtud, fomenta en la gente una conducta conforme a la moral. La mayoría de las escuelas de filosofía moral griegas posteriores mantuvieron el punto de vista socrático, en donde destacan los cínicos, en especial el filósofo Antístenes, quien afirmaba que la esencia de la virtud, el bien único, es el autocontrol, y que esto se puede inculcar; esta escuela despreciaba el placer, el cual era percibido como personificación del mal. Se cuenta que Sócrates dijo a Antístenes: “Puedo ver tu orgullo a través de los agujeros de tu capa”. Los cirenaicos, por su parte, en especial Aristipo de Cirene, eran hedonistas y creían que el placer era el bien mayor y que ningún tipo de placer es superior a otro; los megáricos, seguidores de Euclides, propusieron que aunque el bien puede ser llamado sabiduría, Dios o razón, es ‘uno’ y que el Bien es el secreto final del Universo que sólo puede ser revelado mediante el estudio lógico.


Para Platón, el bien es un elemento esencial de la realidad; el mal no existe en sí mismo, sino como reflejo imperfecto de lo real, que es el bien; el alma humana, dice Platón, está compuesta por tres elementos (el intelecto, la voluntad y la emoción), cada uno de los cuales posee una virtud específica en la persona buena y juega un papel específico. La virtud del intelecto es la sabiduría, o el conocimiento de los fines de la vida; la de la voluntad es el valor, la capacidad de actuar, y la de las emociones es la templanza, o el autocontrol. La virtud última, la justicia, es la relación armoniosa entre todas las demás, cuando cada parte del alma cumple su tarea apropiada y guarda el lugar que le corresponde. La persona justa, cuya vida está guiada por este orden, es por lo tanto una persona buena.

Aristóteles, discípulo de Platón, consideraba la felicidad como la meta de la vida; en su obra sobre esta materia, Ética a Nicómaco (finales del siglo IV a.C.), definió la felicidad como una actividad que concuerda con la naturaleza específica de la humanidad; el placer acompaña a esta actividad pero no es su fin primordial. La felicidad resulta del único atributo humano de la razón, y funciona en armonía con las facultades humanas.

Aristóteles define el término medio como el estado virtuoso entre los dos extremos de exceso e insuficiencia; las virtudes intelectuales y morales son sólo medios destinados a la consecución de la felicidad, que es el resultado de la plena realización del potencial humano.

La filosofía estoica, por su parte, en tiempo helenístico y romano, bajo la figura de los filósofos Zenón de Citio, Cleantes y Crisipo de Soli; propuso una visión de la naturaleza ordenada y racional, siendo sólo buena en condiciones de una vida llevada en armonía con la naturaleza. Los estoicos estaban de acuerdo en que como la vida está influenciada por circunstancias materiales el individuo tendría que intentar ser todo lo independiente posible de tales condicionamientos. La práctica de algunas virtudes cardinales, como la prudencia, el valor, la templanza y la justicia, permite alcanzar la independencia conforme el espíritu del lema de los estoicos, “Aguanta y renuncia”. De ahí, que la palabra estoico haya llegado a significar fortaleza frente a la dificultad.

En los siglos IV y III a.C., el filósofo griego Epicuro desarrolló un sistema de pensamiento, más tarde llamado epicureísmo, que identificaba la bondad más elevada con el placer, sobre todo el placer intelectual y, al igual que el estoicismo, abogó por una vida moderada, incluso ascética, dedicada a la contemplación. El principal exponente romano del epicureísmo fue el poeta y filósofo Lucrecio, cuyo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas), escrito hacia la mitad del siglo I a.C., combinaba algunas ideas derivadas de las doctrinas cosmológicas de Demócrito con otras derivadas de la ética de Epicuro. Los epicúreos buscaban alcanzar el placer manteniendo un estado de serenidad, considerando que las creencias y prácticas religiosas eran perniciosas porque preocupaban al individuo con pensamientos perturbadores sobre la muerte y la incertidumbre de la vida después de ese tránsito. Los epicúreos mantenían también que es mejor posponer el placer inmediato con el objeto de alcanzar una satisfacción más segura y duradera en el futuro.

Los modelos éticos de la edad clásica fueron aplicados a las clases dominantes, en especial en Grecia; las normas no se extendieron a los no griegos, que eran llamados barbaroi (bárbaros), un término que adquirió connotaciones peyorativas. El advenimiento del cristianismo marcó una revolución en la ética; como toda religión, dice José Ramón Ayllón, implica una ética, un determinado fundamento y estilo de conducta. La ética que deriva de la religión cristiana presenta un primer rasgo diferencial: no es tanto un sistema de ideas y preceptos como la imitación de una persona llamada Jesucristo, que predica un modo de vida basado en el amor y en una promesa de inmortalidad feliz. Según la idea cristiana una persona es dependiente por entero de Dios y no puede alcanzar la bondad por medio de la voluntad o de la inteligencia, sino tan sólo con la ayuda de la gracia de Dios. La primera idea ética cristiana descansa en la regla de oro: “Lo que quieras que los hombres te hagan a ti, házselo a ellos” (Mt. 7,12); en el mandato de amar al prójimo como a uno mismo (Lev. 19,18) e incluso a los enemigos (Mt. 5,44), y en las palabras de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22,21). Jesús creía que el principal significado de la ley judía descansa en el mandamiento “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc. 10,27).

En la baja edad media , el legado de Aristóteles, tuvo una fuerte influencia en el pensamiento europeo. Al resaltar el conocimiento empírico en comparación con la revelación, el aristotelismo amenazaba la autoridad intelectual de la Iglesia. El teólogo cristiano santo Tomás de Aquino consiguió, sin embargo, armonizar el aristotelismo con la autoridad católica al admitir la verdad del sentido de la experiencia pero manteniendo que ésta completa la verdad de la fe.

La Iglesia medieval se hizo más poderosa, se desarrolló un modelo de ética que aportaba el castigo para el pecado y la recompensa de la inmortalidad para premiar la virtud. Las virtudes más importantes eran la humildad, la continencia, la benevolencia y la obediencia; la espiritualidad, o la bondad de espíritu, era indispensable para la moral. Todas las acciones, tanto las buenas como las malas, fueron clasificadas por la Iglesia y se instauró un sistema de penitencia temporal como expiación de los pecados.

La influencia de las creencias y prácticas éticas cristianas disminuyó durante el renacimiento; la Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos dentro de la tradición cristiana, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e introduciendo otras nuevas. Según Martín Lutero, la bondad de espíritu es la esencia de la piedad cristiana. Al cristiano se le exige una conducta moral o la realización de actos buenos, pero la justificación o la salvación, viene sólo por la fe.

El teólogo protestante francés y reformista religioso Juan Calvino, aceptó la doctrina teológica de que la salvación se obtiene sólo por la fe, manteniendo la visión agustina del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación; se creé que sólo los elegidos podrán alcanzar la salvación, se creía que el modo de vida correcto, desde un plano ético, estaba identificado con la prosperidad espiritual, caracterizada por la bondad, que resulta ser un signo claro de que la aprobación de Dios ha sido obtenida.

En De iure belli et pacis (La ley de la guerra y la paz, 1625), obra realizada por el jurista, teólogo y estadista holandés Hugo Grocio, se aprecia un análisis novedoso acerca de santo Tomás de Aquino, concluyendo que éste se centra más en las obligaciones políticas y civiles de la gente dentro del espíritu de la ley romana clásica, que en el marco de la ley natural como parte de la ley divina, entendiendo que esa ley divina se funda en la naturaleza humana, mostrando un deseo por lograr la asociación pacífica con los demás y una tendencia a seguir los principios generales en la conducta.

Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, exponía en su obra Leviatán (1651), que la sociedad organizada y al poder político, son el asidero real de una moral humana, a la cual se adhiere una conducta que busca integrar el “estado de naturaleza” (independiente de o anterior a, la institución del estado civil) con la “solitaria, pobre, sucia, violenta y corta... guerra de todos contra todos”. La gente busca seguridad participando en un contrato social en el que el poder original de cada persona se cede a un soberano que, a su vez, regula la conducta. La doctrina de Hobbes relativa al estado y al contrato social, marcó el pensamiento del filósofo inglés John Locke, quien en su obra Tratados sobre el gobierno civil (1690), expone que el fin del contrato social es limitar el poder absoluto de la autoridad y promover la libertad individual.

Baruch Spinoza, filósofo holandés, produjo una de las obras más influyentes en la concepción del pensamiento ético occidental: Ética, publicada en 1677. La obra consta de cinco partes, cada una de las cuales está dividida en definiciones, axiomas y proposiciones. Estas últimas dan lugar a demostraciones (que son “ojos de la mente por los cuales percibimos”), y a escolios y corolarios, escritos en un estilo menos forzado y a menudo polémico. El racionalismo de Spinoza se revela así en la selección de un discurso redactado como un vasto silogismo, de manera que todo el edificio de las proposiciones subsecuentes de la Ética se deduce de sus premisas: “Descartes ha comenzado por la mente; yo comienzo por Dios”, decía.

Spinoza distingue la extensión y el pensamiento según dos puntos de vista: en relación con ellos mismos (o forma) no se explican más que por sí mismos (por sí), son atributos; y según sus determinaciones (o contenido) en relación con su figura y movimiento (espacio), y la idea (pensamiento), son modos (o afecciones de la sustancia). En el primer caso son infinitos y en el segundo finitos. La infinitud de la sustancia no es la del atributo, por lo que hay que evitar identificarla como intrínseca o como infinidad de la infinidad (en sí y para sí), lo mismo que las dos infinidades relativas o eventuales del pensamiento y de la extensión, pues no incluyen su principio (para sí sin ser en-sí). Se deduce que se limitan a cosas de la misma naturaleza y que el límite del pensamiento no es el cuerpo, como en Descartes, sino el pensamiento mismo (index sui), y a la inversa, en virtud precisamente de la sustancia (o de Dios), por lo que hay que concluir necesariamente en la indivisión, la unicidad y la infinitud.

Concebir a Dios significa, de entrada, admitirle, y al mismo tiempo reconocer que su existencia y su esencia “son una sola y misma cosa”, es decir, una verdad eterna o incondicionada. Comprender la eternidad es concebirse en Dios: “No puede darse ni concebirse ninguna sustancia fuera de Dios”.

“La idea que constituye el alma humana, dice Spinoza, tiene por objeto el cuerpo, es decir, un cierto modo de la extensión existente en acto, y no es otra cosa”. Spinoza, de este modo, propone que el alma y el cuerpo no constituyen más que el mismo ser humano considerado bajo dos atributos diferentes. En una palabra, tener una idea adecuada (conocer) consiste en conceptuar las cosas en función de su propia transparencia dentro de nuestro intelecto, sabiendo que no son más que imaginaciones inevitablemente nacidas del cuerpo sensible: “sólo cuando nuestro pensamiento es en el fondo pensamiento en Dios, nuestras ideas pueden ser adecuadas”. En definitiva, el mundo se revela como expresión finita de un poder infinito, gracias al cual “sentimos y experimentamos que somos eternos”, por lo que nos es lícito meditar y contemplar, en proporción a nuestra persistencia, el orden de las realidades eternas, puesto que “nuestra alma es un modo eterno de pensar que está determinado por otro modo de pensar, y este, a su vez, por otro, y así sucesivamente hasta el infinito”. A Spinoza no le importa que la sabiduría o la salvación sean algo “arduo que se alcanza muy raramente”, y no estén “en nuestra mano o sean accesibles sin gran esfuerzo”, se contenta con “fijar el vértigo” de la eternidad, produciendo una corriente de pensamiento que indaga en el arte interior del espíritu para comprender la actuación de los seres humanos motivados por trascender en su vida en sociedad.

Spinoza afirmó que de la ética se deduce la psicología y la psicología de la metafísica, sosteniendo que todas las cosas son neutras en el orden moral desde el punto de vista de la eternidad; sólo las necesidades e intereses humanos determinan lo que se considera bueno o malo, el bien y el mal. El ser humano alcanza el estadio más elevado, según Spinoza, en el “amor intelectual de Dios” que viene dado por el conocimiento intuitivo, una facultad mayor que la razón ordinaria. La mayoría de los grandes descubrimientos científicos han afectado a la ética.

Isaac Newton, filósofo y científico inglés del siglo XVII, aportó leyes que se consideraron como prueba de un orden divino racional, rompiendo el esquema divino de la voluntad que guiaba la conducta ética hasta ese período histórico. La opinión contemporánea al respecto es que tanto lo racional como lo divino, dan con una conducta ética determinada, la cual busca un fin común: ordenar las relaciones en sociedad y cuidar la libertad de cada persona. El poeta inglés Alexander Pope, en el verso “Dios dijo: ¡dejad en paz a Newton!, y se hizo la luz”, deja por entendido que no hay motivos para una polémica, lo que hay que buscar es sus coincidencias, en las que se edifica el verdadero sentido de coordinación y templanza en el ejercicio pleno de la conducta ética.

David Hume, filósofo inglés del siglo XVIII, presentó en sus Ensayos morales y políticos (escritos entre 1741 y 1742), así como Adam Smith, precursor de la teoría económica del laissez-faire, expusieron abiertamente que los modelos éticos obedecen a un fundamento subjetivos que oscila entre una racionalidad aceptable y una divinidad necesaria; del mismo modo, identificaron lo bueno con aquello que produce sentimientos de satisfacción y lo malo con lo que provoca dolor. Para Hume y Smith, las ideas de moral e interés público provocan sentimientos de simpatía entre personas que tienden las unas hacia las otras incluso cuando no están unidas por lazos de parentesco u otros lazos directos. Por su parte, Jean-Jacques Rousseau, en su célebre obra el Contrato social (escrito hacia 1762), se adhirió a la teoría de Hobbes de una sociedad regida por las cláusulas de un contrato social, a todo esto atribuía el mal ético a las inadaptaciones sociales y mantuvo que los humanos eran buenos por naturaleza.

Immanuel Kant, filósofo alemán del siglo XVIII, en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), a tribuía los resultados de las acciones humanas a la acción de sujetos bajo circunstancias que le determinan su visión de la realidad. Sólo en la intención radica lo bueno, ya que es la que hace que una persona obre, no a partir de la inclinación, sino desde la obligación, que está basada en un principio general que es el bien en sí mismo. Kant le dio una connotación más técnica al concepto de ética: “Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza”.

La ética y política, conocida como utilitarismo, fue formulada por el británico Jeremy Bentham en el siglo XVIII, explicando que el principio de utilidad es el medio para contribuir al aumento de la felicidad de la comunidad; todas las acciones humanas están motivadas por un deseo de obtener placer y evitar el sufrimiento.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel, en el siglo XIX, aceptó el imperativo categórico de Kant, pero lo enmarcó en una teoría universal evolutiva donde toda la historia está contemplada como una serie de etapas encaminadas a la manifestación de una realidad fundamental que es tanto espiritual como racional. La ética, para Hegel, no es el resultado de un contrato social, sino un crecimiento natural que surge en la familia y culmina, en un plano histórico y político, en el Estado prusiano de su tiempo. Sören Kierkegaard reaccionó con fuerza en contra del modelo de Hegel, identificando su preocupación ética en razón de un problema de elección; pensaba que los modelos filosóficos como el de Hegel ocultan este problema crucial al presentarlo como un asunto objetivo con una solución universal, en vez de un asunto subjetivo al que cada persona tiene que enfrentarse de manera individual. La elección es un hecho personal que delinea el por qué y para qué comportarnos de tal o cual manera en sociedad.

Friedrich Nietzsche, por su parte, dio una explicación lógica de la tesis darwinista acerca de que la selección natural es una ley básica de la naturaleza. Para Nietzsche, la llamada conducta moral es necesaria tan sólo para el débil. La conducta moral tiende a permitir que el débil impida la autorrealización del fuerte.
Piotr Alexéievich Kropotkin, en el siglo XVIII, presentó estudios de conducta animal en la naturaleza demostrando que existía la ayuda mutua. Sus ideas partían de la creencia de que los gobiernos se basan en la fuerza y que si es eliminado el instinto de cooperación en las personas, el hombre alcanzaría de forma espontánea un estadio natural de orden cooperativo.

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